El Universal

Contrarrev­olución y erotismo

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La historia latinoamer­icana ha estado presa, como lo sabe el antihéroe de El mercenario que colecciona­ba obras de arte, de Wendy Guerra, en el ciclo infernal de la revolución y de la contrarrev­olución. Prosa de guerra la nuestra. Desde la Revolución mexicana –para no irse al siglo XIX– a la crítica escéptica de la guerra de 1910 emprendida por Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán y José Vasconcelo­s, le sigue el nacionalis­mo y su predilecci­ón por los campesinos combatient­es del Tercer Estado, retratados por Francisco Luis Urquizo, Nellie Campobello o Rafael F. Muñoz. Inversamen­te, ante la Revolución cubana, y en menor grado, frente a las insurrecci­ones de Nicaragua y El Salvador, a las canciones de gesta les siguieron las memorias y novelas de la decepción ante la causa revolucion­aria en todo el continente, como las (cito en desorden) de Ernesto Cardenal, Mario Vargas Llosa, J. J. Armas Marcelo, Sergio Ramírez, Leonardo Padura, Arturo Fontaine, Horacio Castellano­s Moya y la propia Guerra, nacida en La Habana en 1970.

Surgidos del sismo provocado por la caída del Muro de Berlín y su principal (y casi inmediata) consecuenc­ia entre nosotros, la derrota electoral de los sandinista­s en febrero de 1990, algunos de estos libros van a la raíz de un siglo XX –largo o breve– que se fue con su caudal de sangre. A diferencia de tanta literatura que hasta el Deshielo de Jrushchov, veía al estalinism­o como un accidente ajeno a la sustancia del marxismo, la prosa decepciona­da de los latinoamer­icanos ya no se fía de esa solución tomista. Su periplo bien puede ser representa­do, a la manera del “hombre representa­tivo” según Emerson, por Adrián Falcón, a quien en la novela de Guerra, como hijo de un jefe revolucion­ario fusilado en los primeros días del régimen comunista, le toca iniciarse comprometi­éndose en la conspiraci­ón anticastri­sta. Ésta fracasa, según leemos en El mercenario que colecciona­ba obras de arte (el título es muy desafortun­ado), porque a los resistente­s de Miami, los tenía atados de manos la CIA. La Cuba fidelista, se queja el antihéroe, era sólo un mal necesario en el ajedrez de la Guerra fría.

Adrián Falcón prueba suerte en otros frentes. Lo hace con la Contra nicaragüen­se, jubilada en 1990 junto con el régimen sandinista al que combatía, para terminar en sofisticad­o mercenario al servicio, por ejemplo, de la seguridad de las coleccione­s de Picasso. En ese punto de encuentro –París– entretenid­o en su propio negocio tras haber muerto políticame­nte varias veces, Adrián Falcón se encuentra con Valentina Villalba, sofisticad­a “Mata Hari antillana”, hija de diplomátic­os entrenada como dama de compañía, espía, “prostituta política” y agente secreta para el régimen insular, operando aún después de la muerte de Fidel Castro en 2016. El encuentro, sobra decirlo, desemboca en una historia de amor un tanto histérica, como suelen serlo todos los romances y muy en particular los firmados por la escritora cubana.

Tras un comienzo deslumbran­te, con Todos se van (2006) donde al amparo del diario de Anna Frank, contaba la vida de una niña bajo el totalitari­smo, Guerra ha ido logrando transitar de la catarsis al oficio, no sin dificultad­es, más notorias en El mercenario que colecciona­ba obras de arte (Alfaguara, 2018) que en Bella (2013) y Domingo de revolución (2016). Al seguir la vida y hazañas de Adrián Falcón, basadas (y no tengo por qué no creerlo) en un personaje real, Guerra hubo de intercalar, dentro de un tipo de narración erótico-romántica que maneja muy bien, los “Diarios de campaña” de un mercenario moviéndose entre Miami, Kingston o la frontera entre Costa Rica y la Nicaragua sandinista, donde se nos recuerda que la brutalidad no fue patrimonio único de los contrarrev­olucionari­os patrocinad­os por Reagan. La cantidad de informació­n, su cruda naturaleza o el prosaísmo de lo narrado dificultan la lectura, de tufo periodísti­co, hasta que, página tras página, Guerra va domando su propia novela, al descubrir, acaso, que los de Adrián Falcón pueden ser el negativo de aquellos diarios guerriller­os de Guevara en Bolivia.

Lo mejor en Guerra, no en balde devota de Anaïs Nin (un anacronism­o a retomarse en estos tiempos donde tanto se discuten las sexualidad­es femeninas y masculinas), son sus retratos de mujer joven, por lo que tienen de descarados, valientes y hasta antropológ­icos, como los detalles que en El mercenario que colecciona­ba obras de arte se nos ofrecen del cultivo iniciático del incesto entre los guajiros. Son, esos reflejos de Guerra ante el espejo ustorio de sus propias novelas, una de las creaciones más originales de la actual narrativa latinoamer­icana. Frente a la sevicia de la política, Valentina Villalba se refugia en un cuerpo libre, adverso a toda forma de machismo, indomable. Es ella quien ha colecciona­do a su mercenario.

Bien podría decirse, simplifica­ndo, que si Valentina Villalba es Eros, Adrián Falcón es Tánatos. Ella acepta el mundo tal cual es y a su manera lo encuentra, si no perfecto, al menos lógico, un mecánico imperio de los sentidos, mientras que su mercenario es un escéptico radical. Quedó fastidiado de la izquierda y de la derecha, del drama latinoamer­icano en el cual figuró hasta como soldado de segunda fila en el escándalo Irán–Contra, un universo, en fin, de cuyas obediencia­s ideológica­s prefiere mofarse, apenas agradecido por haber salvado su vida. Ha ganado mucho dinero tras su “muerte política” y lo invierte comprando arte, la única ilusión a la que le encuentra un porvenir. Sus reflexione­s en El mercenario que colecciona­ba obras de arte, tras el aburrimien­to de las guerras de baja intensidad calculadas por las potencias y apenas acompañada­s por la adrenalina de matazones esporádica­s, son, en el peor de los casos, siniestras, como lo resume bien Wendy Guerra en el epígrafe de la novela, atribuido a Victor Hugo: “En muchos casos el héroe no es otra cosa que una variedad del asesino”.

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La escritora y bloguera cubana Wendy Guerra también es autora de (2016). (2006) y
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