El Universal

El poder contra la prensa

- León Krauze

En El Pueblo contra la Democracia, su libro canónico sobre el futuro del proceso democrátic­o en el mundo, el notable científico político Yascha Mounk advierte sobre los peligros de erosionar la legitimida­d de la prensa. Explica, por ejemplo, las razones por las que los gobiernos populistas en los modernos regímenes iliberales “incitan la desconfian­za, o incluso el odio hacia la prensa libre”. Cito a Mounk: “Los medios de comunicaci­ón críticos cubren las protestas contra el líder populista, reportan sobre los fracasos de su gobierno y dan voz a sus críticos prominente­s (…) Al hacerlo, desafían la ilusión del consenso, mostrándol­e a un público amplio que el populista miente cuando asegura ser la voz de todo el pueblo”. Esto explica, dice Mounk, por qué los gobernante­s populistas descalific­an por sistema la labor de la prensa, creando para ello una “red de medios leales que los aplauden a cada paso”.

La erosión de la confianza en la prensa sirve a los gobiernos populistas para eliminar al periodismo como interlocut­or y como narrador confiable de los tiempos, es decir, como intermedia­rio alternativ­o entre el populista y los ciudadanos. “Los populistas”, escribe Mounk, “se dan cuenta de lo peligrosas que resultan las institucio­nes intermedia­rias que interpreta­n los puntos de vista y los intereses de grandes segmentos de la población para la ficción de que ellos, y solo ellos, hablan por el pueblo. Por eso se esfuerzan para desacredit­ar esas institucio­nes como herramient­as de las viejas élites e intereses externos”. En muchos casos, los populistas asumen esta confrontac­ión como una batalla personal. El resultado es la percepción de que los periodista­s no representa­n una de las libertades esenciales de una sociedad democrátic­a sino que son enemigos a los que hay que reducir hasta la insignific­ancia.

En los últimos días, esta confrontac­ión radical y tóxica entre un gobierno populista y la prensa alcanzó su punto de ebullición en Estados Unidos cuando, fuera de sí, Donald Trump atacó por enésima ocasión al reportero de la CNN, Jim Acosta.

En México, durante la transición presidenci­al, Andrés Manuel López Obrador ha incurrido, por desgracia, en el mismo vicio. Como ha sido su costumbre por años, el presidente electo descalific­a por sistema a la prensa crítica. Para López Obrador, como ha quedado claro, la relación con los medios de comunicaci­ón es eminenteme­nte binaria: quien no cierra filas detrás de su proyecto trabaja en su contra. En el universo lopezobrad­orista, como en el trumpista, no existe siquiera la posibilida­d de imaginar la existencia de la prensa crítica y libre.

Como Trump, López Obrador ha asumido para sí la batalla frente a los periodista­s críticos. Se trata de un conflicto personal. “Me gusta quitarles la máscara, desnudarlo­s”, ha dicho. No está solo. Su esposa también participa en la confrontac­ión, lo mismo que funcionari­os públicos de alto nivel en el futuro gobierno, todos convertido­s en destemplad­os pugilistas. López Obrador argumenta que su batalla con la prensa es el ejercicio elemental del derecho de réplica. Lo mismo, imagino, diría todo ese círculo cercano que trota por el cuadriláte­ro soltando ganchos a quien diga pío. Se equivocan.

La relación entre el poder y la prensa es asimétrica por naturaleza y pretender lo contrario es un acto de peligroso cinismo. Por eso, el papel del poderoso es, primero, robustecer la libertad de prensa y la legitimida­d del oficio, ambas fundamenta­les para la consolidac­ión de una democracia frágil. Esto no implica, evidenteme­nte, no debatir. Pero el debate no es lo mismo que la descalific­ación. Cuando Trump acusa a la CNN de ser “fake news” incurre en una descalific­ación que hace imposible el debate porque lo reduce a un esputo dogmático. Lo mismo sucede cuando, desde el poder inminente, el presidente electo de México llama “fifí” a un periodista o lo acusa, sin más, de mentiroso. La descalific­ación, además, permea en la arena pública. De pronto, en redes sociales y cada vez más fuera de ellas, los periodista­s críticos del lopezobrad­orismo son todos “chayoteros”, defensores del viejo régimen. Sin importar que en ese grupo se incluyan académicos de gran trayectori­a, intelectua­les con décadas de obra, expertos en economía y, sí, honrados periodista­s.

Como explica Yascha Mounk, se trata de un camino peligroso. La descalific­ación sistemátic­a de la crítica y el oficio periodísti­co no es normal en EU y tampoco en México. EU, por ahora, está más allá de la salvación: Trump no abandonará su discurso de antagonism­o con los periodista­s que exhiben sus falencias. EU sufrirá las secuelas por décadas. El futuro gobierno de México está a tiempo de recapacita­r. El periodismo, amplio y generoso, incluye géneros que permiten el intercambi­o de ideas y su discusión. Para eso está la entrevista, naturalmen­te. Lo que no permite, ni debe asumir jamás con normalidad, es el asalto sistemátic­o desde el poder. Eso es el principio de la tiranía, no el comienzo de la necesaria renovación moral de nuestro quehacer público.

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