El Universal

Guillermo Fadanelli Familia, Maduro y “Generación”

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En una novela cuyo título traduzco como El país donde no se muere jamás, la escritora Ornela Vorpsi (también dedicada a la fotografía y al video), narra la historia de una joven albanesa que crece acorralada por una tradición que la condena a ser una “cosa fértil” y en donde se haya rodeada por un machismo inclemente y cruel. En la narración sobresalen dos adagios que creo colman el tono de la novela: uno de ellos dice “En vida tus familiares comen de tu carne, y una vez muerto guardan tus huesos”. El otro reza así: “Vive, que yo te odio; muere, que yo te lloro”. Quisiera creer que cuando uno lee una novela lo que está haciendo es situarse e el centro de todas las historias del mundo. Un centro móvil, simultáneo a otros núcleos, versátil, visible e invisible a la vez. No he tardado demasiado en identifica­rme con las sentencias citadas, porque si bien Albania y México se encuentran tan alejados de sí, no por ello esa entidad tradiciona­l que llamamos familia se alimenta de nuestra carne y potencial libertad, y aguarda con una paciencia malévola nuestra muerte para adorar los huesos, sacralizar las cenizas y loar nuestro pasado. El muerto es el más amado pasajero de una moral devoradora; así, acostumbro decir que una vez que te mueras serán tus enemigos los encargados de llevar tu ataúd en hombros y contar historias acerca de tu supuesta bondad y benigno paso por el mundo. Las relaciones largas de casi cualquier clase no son convenient­es porque terminas culpando a al otro de todas tus desgracias. Mis padres vivieron juntos durante casi cuarenta años y al final de sus vidas se culpaban mutuamente de sus agonías, pese a que en algún momento llegaron a amarse. Hay que salir corriendo y no almacenar ladrillos en la espalda, correr, tropezar, alejarse. Y lo mismo debe hacerse con las tradicione­s, odiosas por constituci­ón, repetitiva­s hasta la locura y vacías como el canto silencioso de una procesión de cadáveres.

La única tradición que mantengo en considerac­ión, además de la que forman algunas escasas relaciones amistosas, es el de la religión civil. Es decir, aquel conjunto de normas y leyes en movimiento que me permite hacer lo que desee sin perturbar demasiado la tranquilid­ad, comodidad y libertad de los otros. Una tradición que no oscurezca el cielo ni colme de barro los zapatos; y ello en vista de que sabemos bien que el nacimiento es una limitación, más que una creación. Quien se da cuenta de una verdad tan sencilla tiene ganada la mitad de su libertad y detestará cualquier clase de guerra o represión. Los conatos de guerra entre países son tan zafios y humillante­s tanto como lo es la represión de la libertad que los tiranos ensayan en sus habitantes para mantener el poder. Un personaje de la novela Stoner, de John Williams dice: “Una guerra no sólo mata a unos cuantos cientos o miles de jóvenes. Mata algo en la mente que no puede recuperars­e nunca. Y si alguien pasa por suficiente­s guerras, pronto lo único que queda es el bruto, la criatura que usted y yo y otros como nosotros han sacado del fango”. Pertenecer a un partido político o una organizaci­ón que busca el poder no define tus opiniones éticas. Sin embargo, debido a mis finanzas, mi ascetismo, mi pasado y mi concepción del bien común, podría considerar­me un hombre de izquierda y por lo tanto no le doy la bienvenida al venezolano N. Maduro a mi ciudad. Él es otro equívoco causado por la desesperac­ión de una sociedad dolida y desinforma­da. El camino hacia los parlamento­s en donde la buena conversaci­ón entre contrarios, la inteligenc­ia y la justicia social predominen no se ha cimentado bien en la política de los países más lastimados por la acumulació­n de la riqueza y los malos gobiernos.

Finalmente me gustaría referirme brevemente a un aspecto de la cultura y el arte que me parecen vitales para dar fuerza y revivir las libertades perdidas: la posición a contracorr­iente, a partir de la conciencia lúdica, ante cualquier dogmatismo que nos quiera pasar por encima. Así lo ha realizado la revista Generación —de la mano de Carlos Martínez Rentería— que celebró su aniversari­o 30 hace unos pocos días. Yo estuve allí pese a que creo que las celebracio­nes anteceden a los funerales y atraen a las malas sombras. Espero no sea así esta vez que estuve en una mesa para celebrar el aniversari­o en medio de magníficos amigos y amigas —y una que otra sabandija—. Me ha dado alegría sincera el cumpleaños de esta revista en la que yo he colaborado durante una buena parte de su existencia. Novalis se hallaba convencido de “que la vida no es lo máximo que se puede perder en este mundo”. Antes se extravía el tiempo vital en puras acciones mecánicas, retrógrada­s, impuestas y tiránicas que aniquilan la libertad individual. Generación se ha opuesto a esta losa humana a partir de defender, desde las oquedades y la buena necedad, el espíritu lúdico y malicioso de lo que solemos llamar cultura. Lo escribo ahora en mi columna, pues en aquella mesa apenas si balbucee algunas cuantas frases deshilvana­das. Cada vez soy peor orador y vividor, aunque —creo— mejor observador. •

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