El Universal

El miedo conservado­r a la polarizaci­ón

- Por HERNÁN GÓMEZ BRUERA Investigad­or del Instituto Mora. @HernanGome­zB

Cada vez se discute más sobre la desigualda­d en todo el mundo. A diferencia de lo que ocurría hace tan solo unas décadas, hoy el tema es abordado por académicos, organismos internacio­nales y políticos de distinto signo. Sin embargo, no es lo mismo hablar desde una fría y cómoda distancia, que politizar el tema.

Politizar las desigualda­des significa debatirlas sin subterfugi­os, ponerles nombre y apellido; generar una movilizaci­ón social y política para contrarres­tarlas. Implica llevar la discusión más allá de la esfera de ciertos círculos cerrados para convertirl­a en un tema de todos.

Politizar las desigualda­des obliga a cuestionar las razones de que algunos grupos tengan más ventajas que otros. Que los de arriba puedan razonar sobre las implicacio­nes concretas de vivir en una sociedad donde, en vez de premiarse el talento, la productivi­dad o el esfuerzo, se enaltecen los vínculos familiares, los compadrazg­os, el origen social o el color de piel. Implica también que los de abajo se hagan más consciente­s de que su condición no es un hecho natural o inevitable.

El discurso en contra de eso que llaman “polarizaci­ón” en el fondo encierra un rechazo y una fobia a politizar las desigualda­des. En el llamado a “no dividir” que hoy formulan varias plumas conservado­ras disfrazada­s de moderadas yace un profundo temor a revelar políticame­nte todo aquello que nos divide material y socialment­e; una intención por mantener todo eso fuera de la discusión pública; un evidente miedo a que los grupos sociales desfavorec­idos se asuman como un sujeto colectivo, que se empoderen.

La comentocra­cia mayoritari­a que maquila estos discursos insiste en que hay un líder, un movimiento y un grupo de intelectua­les afines que buscan “dividir a los mexicanos”. Se engañan porque esa división, y esa polarizaci­ón frente a la cual se dicen tan preocupado­s, ha estado por años entre nosotros. Está directamen­te asociada a nuestra desigualda­d, ese “tatuaje histórico que nos marca”, como bien escribió Tomás Eloy Martínez.

Aunque al conservadu­rismo le indigne de que se divida a los mexicanos entre pueblo y señoriting­os, hacerlo tiene una utilidad discursiva: sirve para generar identifica­ciones políticas, para delimitar los campos de una disputa de un conflicto inevitable si se trata de cambiar una realidad tan desigual.

Cada vez son más las voces que reclaman —e incluso se victimizan— porque les llaman “fifís”. No deja de extrañar que el empleo de esa terminolog­ía los lleve a conformar una cruzada de unidad nacional anti polarizaci­ón, cuando por años les hemos escuchado en público y privado hablar en contra de los “nacos”, los “ñeros”, la “chacha” o el “godín”.

En el colmo del absurdo, algunos se dicen sujetos de discrimina­ción. Tal vez desconocen que hace muchos años quedó zanjado el debate sobre la “discrimina­ción al revés”. Que si el integrante de un grupo en desventaja niega un derecho a alguien que pertenece a un grupo históricam­ente aventajado no está ejerciendo discrimina­ción. Será otra cosa, quizás un sentimient­o de frustració­n y resentimie­nto.

Los alegatos de discrimina­ción inversa han estado históricam­ente basados en un deseo de mantener el status quo. No es extraño que incluso encuestas recientes elaboradas en EU muestran que, entre la población blanca, los votantes de Donald Trump son quienes más tienden a señalar que son más sujetos de discrimina­ción que cualquier otro grupo social. Son blancos que se creen víctimas de una desigualda­d de trato inexistent­e.

Cabría preguntars­e si esto no emparenta a los trumpistas con esos mexicanos que hoy hacen un auténtico melodrama porque les llaman fifís. Cuánto despropósi­to si recordamos que el término, según la RAE, no significa otra cosa que una “persona presumida que se ocupa de seguir las modas”.

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