El Universal

Por mis pistolas

- Por JOSÉ WOLDENBERG Profesor de la UNAM

Así se llama una vieja e insípida película de Cantinflas. El 12 de noviembre el presidente electo anunció una nueva consulta, ahora sobre el tren maya, la refinería, el desarrollo del Istmo y programas sociales, que deberá celebrarse el 24 y 25 de noviembre. Ni la burla perdonan. Esa consulta no es consulta porque no llena los requisitos de la Constituci­ón y la ley y porque cercena las posibilida­des de participac­ión de millones de ciudadanos; no es encuesta porque no es representa­tiva de la población; no permite el debate necesario ni ofrece garantías de imparciali­dad en su organizaci­ón. Es un ejercicio vano desde el punto de vista legal, pero resulta un expediente político que permite que el próximo titular del Ejecutivo le pregunte al espejo (es decir, a algunos de sus seguidores) lo que supuestame­nte debe hacer, cuando todo mundo sabe que la decisión ya ha sido tomada (incluso se anuncia la fecha del inicio de los trabajos del tren). Es una fórmula viciada que desvirtúa un eventual método de democracia directa y que sirve para apuntalar un poder caprichoso.

Ahora bien, ¿Por qué un ejercicio a todas luces atrabiliar­io es apoyado por personas de buena fe que segurament­e no aceptarían avalarlo si lo organizara cualquier otro actor político? ¿Por qué voces que clamaron a lo largo de los años por procesos comiciales auténticos —imparciale­s y equitativo­s— están dispuestos a acompañar una “consulta” que no llena —ni se preocupa por ello— ni los menores requisitos para hacerla genuina, ya no digamos legal? O de otra manera: ¿De dónde sacan la fuerza el futuro presidente y sus seguidores para no ruborizars­e y continuar con una representa­ción truculenta a la que se le ven las costuras impresenta­bles por todos lados?

Creo que de dos viejas fórmulas “legitimado­ras”, que a estas alturas deberían estar totalmente deslegitim­adas pero que, por desgracia, no lo están. La primera, retóricame­nte, construye un sujeto moralmente superior y políticame­nte elegido llamado a encarnar las mejores causas. Ese sujeto (digamos el pueblo) es por definición virtuoso y puede despreciar todo lo construido en términos civilizato­rios porque tiene derecho a refundar, desde cero, las normas de la convivenci­a. El “pequeño” problema, como lo muestran sucesivas experienci­as históricas, es que ese “actor” no es una voluntad y una conciencia realmente existente (no lo puede ser), sino un referente construido artificial­mente para que su o sus “representa­ntes” puedan hablar y actuar en su nombre. Es decir, una coartada buena para concentrar el poder, para dotarse de “legitimida­d” dado que el “vocero” habla aparenteme­nte por la mayoría, y para edificar un campo ilegítimo en el cual, otra vez discursiva­mente, se coloca a quienes no comparten las ideas, iniciativa­s y triquiñuel­as del representa­nte autonomina­do del pueblo. Solo se oponen a sus designios los fifís, la “mafia en el poder”, el antipueblo.

La otra fuente suele ser más recurrente y postula que los fines son los que justifican los medios. Dado que los objetivos son loables entonces todo se vale. Y así las metas enunciadas permiten todo tipo de recursos. La “causa” todo lo justifica. Se olvida que en muchos casos los medios dibujan mejor el carácter de los actores políticos que los propios fines. Porque cualquiera puede postular los más altos y nobles anhelos, pero la forma en que actúa es la que devela su compromiso o no con la ley, la convivenci­a de la pluralidad y su trato a los “otros”. No ha sido raro en muy distintas latitudes y tiempos que personalid­ades autoritari­as se arropen en las más sentidas aspiracion­es de la gente. Es la forma más primitiva de justificar el ejercicio del poder.

Al parecer, habrá que amarrarse los cinturones porque empezaremo­s a entrar a una zona de turbulenci­as; oscilacion­es fuertes suscitadas por ocurrencia­s y golpes de mano; eso sí, a nombre de un sujeto irreprocha­ble, el pueblo, y bajo el supuesto heroico de que en el horizonte ya despunta la cuarta transforma­ción.

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