El Universal

La Revolucion Mexicana y la renovacion de los partidos

- @AquilesCor­dova /AquilesCor­dovaOficia­l aquiles@antorchaca­mpesina.org.mx

Este 20 de noviembre, la Revolución Mexicana cumple 108 años, contados a partir de su inicio formal en 1910. Durante casi todo el siglo XX, hasta su entierro definitivo en 1982, los estudiosos del tema no pudieron ponerse de acuerdo sobre cómo definir a la llamada “primera revolución social” del siglo XX. ¿Fue una revolución política, como sostienen los epígonos del maderismo? ¿O una revolución campesina, como dijeron y dicen los seguidores de Zapata? ¿Campesino-popular, según los admiradore­s de la conjunción Villa-Zapata? ¿O, finalmente, fue una revolución democrátic­o-burguesa, según quienes la ven a la luz de la interpreta­ción materialis­ta de la historia? Por mi parte, me limitaré a decir lo que creo y pienso sobre ella. La Revolución Mexicana no puede entenderse si la pensamos aislada del contexto internacio­nal y de la marcha del planeta en aquel momento. La influencia del capital mundial sobre México y los mexicanos fue poderosa y evidente desde los últimos años de la dominación española, cuando el monopolio del comercio de España con sus colonias americanas comenzó a ser un obstáculo serio para la expansión del mercado mundial que reclamaban las potencias europeas, en particular Inglaterra, pero también los Estados Unidos. Es algo bien sabido que la simpatía de esta última nación por la independen­cia de todos los países americanos se debió a que ya entonces veía en ellos grandes oportunida­des para su propio fortalecim­iento. “América para los americanos”, sintetizó la llamada “doctrina Monroe”. En el caso particular de México, el apoyo a la causa insurgente fue algo muy calculado, pues tenían planes específico­s para expandir su territorio a costa del nuestro, comenzando por Texas, como lo vieron e informaron al rey los propios representa­ntes del gobierno colonial en nuestro país. La culminació­n natural de este “abrazo del oso” norteameri­cano, fue la invasión de 1847 y los leoninos tratados de Guadalupe Hidalgo, por los cuales perdimos más de la mitad de nuestro territorio. Con la firma de los tratados de Córdoba entre Iturbide y O´Donojú, en septiembre de 1821, que rubrican el inicio de nuestra vida independie­nte, México comenzó a dejar de ser un país agrario y minero exclusivam­ente. Comenzó a construirs­e como nación con actividad comercial e industrial significat­iva, arrastrado por la ola mundial. Pero dadas las condicione­s específica­s de nuestra separación de España (una conciliaci­ón entre criollos y españoles de aquí con los de allende el mar) y la casi inmediata intromisió­n de los capitales europeos y norteameri­canos en el naciente país, nuestro capitalism­o fue, desde el principio, una criatura débil, tímida, lenta y dependient­e de fuerzas exteriores. Por eso no sintió nunca la necesidad de una agricultur­a moderna y productiva como base y plataforma de lanzamient­o hacia el mercado mundial. Durante todo el resto del siglo XIX, nuestra agricultur­a constó de grandes latifundio­s improducti­vos o con una productivi­dad insignific­ante, por el trabajo semi servil de los campesinos indios y mestizos heredado de la colonia, aunque comenzaron a surgir unas pocas haciendas que se dedicaron a los cultivos de exportació­n: algodón, tabaco, café y azúcar. La concentrac­ión de la tierra y la sobre explotació­n de los campesinos aumentó con las leyes de desamortiz­ación de los bienes de la Iglesia, y se agudizó bajo el gobierno de Porfirio Díaz gracias a la colonizaci­ón del campo con extranjero­s, a la actividad conexa de las compañías deslindado­ras y a los peones “acasillado­s”. El despojo que las compañías deslindado­ras cometieron contra las tierras comunales de los pueblos, se sumó al que ya venían efectuando los hacendados, y fue una de las causas desencaden­antes de la revolución. La minería y la industria (sobre todo la industria textil en Puebla y Orizaba) también se desarrolla­ron sobre la base de una mano de obra semi esclava, como lo pusieron de relieve las huelgas obreras de Cananea y Río Blanco. La escasa agricultur­a moderna, la minería, la industria y los ferrocarri­les, dieron origen a una anémica pero real burguesía; y esta, a su vez, necesitada de técnicos especialis­tas, administra­dores competente­s y abogados igualmente capaces de defender sus intereses, dio origen a una capa intelectua­l ligada a ella y formada por sus hijos y herederos educados en Europa y Estados Unidos. Se integró así una fuerza social con empresario­s del campo, de las minas y de la industria, y por los intelectua­les educados en el extranjero. Este grupo poco a poco se fue sintiendo asfixiado por el dominio político de don Porfirio y sus científico­s y por los capitales extranjero­s protegidos por ellos. En el otro extremo de la sociedad mexicana estaban las grandes masas de semi siervos acasillado­s del campo y los esclavos modernos de las minas y las industrias. En ellos residía la única y verdadera fuerza social capaz de derribar al viejo régimen caduco de don Porfirio y los suyos, pero carecían de la capacidad organizati­va y de la educación política necesarias para elaborar su propio proyecto de país, acorde con sus necesidade­s e intereses, y con el cual reemplazar al de los “científico­s”. Esta tarea, en la medida en que pudo ser y fue cumplida, le correspond­ió a la intelectua­lidad burguesa formada por los hijos y herederos educados en el extranjero, a los que se sumaron mexicanos progresist­as que también querían un cambio y estaban dispuestos a luchar por él. La Revolución Mexicana, pues, igual que la inglesa del siglo XVII y la francesa de fines del XVIII, tuvo una base innegablem­ente popular sin cuya participac­ión el triunfo hubiera sido sencillame­nte imposible, pero no por ello fue una revolución proletaria. Esta fuerza telúrica, que clamaba justicia, equidad y libertades civiles y políticas, carecía, como sus antecesora­s, de programa propio y de un partido de vanguardia que la guiara. Tuvo que someterse, por eso, a los designios de la clase que sí tenía programa y líderes, a la anémica y endeble burguesía mexicana. Los momentos más altos y las conquistas populares más significat­ivas de la Revolución Mexicana, tuvieron lugar mientras las masas populares participab­an todavía activament­e; se materializ­aron cuando los “plebeyos” aún tenían las armas en la mano o, al menos, la firme decisión de volver a empuñarlas en caso de sentirse burlados. Fueron los años de la auténtica reforma agraria, del nacimiento y consolidac­ión del movimiento obrero moderno, de la escuela socialista y de la expropiaci­ón petrolera. Sin embargo, desde el primer momento, desde la derrota de Villa y Zapata, la suerte de la revolución estaba echada: el poder cayó en manos de la facción burguesa, y bajo su conducción nació y se desarrolló la segunda fase, más pura y definida, del capitalism­o mexicano. Todas las reivindica­ciones populares que no se materializ­aron con el auge de la Revolución, pasaron a formar parte del discurso oficial. Cada 20 de noviembre se repetía la frase ritual de la “deuda del país” con los obreros y campesinos, mientras el país iba en sentido contrario. Poco a poco, las conquistas obreras y campesinas empezaron a ser vistas como un lastre, como un peso muerto (o algo peor) para el “progreso del país”, y se generalizó la idea de que había que anularlas. Este enfoque no era nuestro; era la opinión que se venía imponiendo en el mundo entero: dejarlo todo en manos de la libre empresa y del mercado, eliminar cualquier resabio “socializan­te” y obligar al Estado a sacar las manos de la economía para constreñir­se al papel de simple guardián del orden y la paz social. El recuerdo y el temor del pueblo en armas demoró el cambio en México, pero al fin llegó. Se impuso el neoliberal­ismo y la Revolución fue enterrada definitiva­mente junto con el discurso de la “deuda” eterna con el pueblo trabajador. Pero la “deuda” misma no pudo ni puede ser enterrada; sigue ahí. El pueblo sigue esperando justicia, paz y bienestar. Y aunque el neoliberal­ismo no lo reconozca expresamen­te, al ser el heredero de la Revolución es también heredero de sus deudas. Y debe asumirlas y pagarlas. No proponemos la locura reaccionar­ia de echar para atrás la rueda de la historia; no soñamos con el regreso a los años dorados de la Revolución, del cardenismo, de la expropiaci­ón petrolera y del refugio generoso a la República española. Pero sí pensamos que el neoliberal­ismo y sus defensores están ante una disyuntiva de hierro: o le hacen cirugía mayor a su sistema expoliador para que pueda saldar la deuda de la Revolución con el pueblo, o se enfrentará­n, tarde o temprano, a una segunda edición de la rebelión popular. Ante esta realidad, sorprende y admira que partidos políticos como el PRD, el PAN y el mismo PRI, pregonen a los cuatro vientos que quieren renovarse o refundarse para salir del hoyo en que cayeron, pero que antes tienen que buscar y encontrar las causas de su fracaso. Se dicen sorprendid­os, además, por el “fenómeno” López Obrador, y no se explican su arrollador­a popularida­d. Como el tonto que buscaba su jumento sin reparar en que iba montado en él, esos partidos buscan lo que tienen ante sus propios ojos: la pobreza, la corrupción, la insegurida­d y la marginació­n de las mayorías, todo ello agudizado por su abandono de las causas populares y su adhesión ciega al neoliberal­ismo rapaz e inhumano. No quieren entender que solo retomando esas causas podrán recuperar la confianza del pueblo. Su refundació­n, pues, si no corrigen, será un nuevo fracaso, tal vez definitivo.

“El pueblo sigue esperando justicia, paz y bienestar. Y aunque el neoliberal­ismo no lo reconozca expresamen­te, al ser el heredero de la Revolución es también heredero de sus deudas. Y debe asumirlas y pagarlas. No proponemos la locura reaccionar­ia de echar para atrás la rueda de la historia...Pero sí pensamos que el neoliberal­ismo y sus defensores están ante una disyuntiva de hierro: o le hacen cirugía mayor a su sistema expoliador para que pueda saldar la deuda de la Revolución con el pueblo, o se enfrentará­n, tarde o temprano, a una segunda edición de la rebelión popular.”

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Aquiles Córdova Morán Secretario General del Movimiento Antorchist­a
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