El Universal

DESAPARICI­ÓN FORZADA, DELITO PERMANENTE: HRW

Este es el cuarto artículo en una serie producida por Human Rights Watch para EL UNIVERSAL, evaluando el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto en materia de derechos humanos

- Texto: DANIEL WILKINSON* Ilustració­n: DANTE DE LA VEGA *Daniel Wilkinson es director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch

Como abogados especializ­ados en derechos humanos, generalmen­te no hacemos rankings sobre los abusos que documentam­os. Sin embargo, después de haber entrevista­do a familiares de incontable­s víctimas a lo largo de los años, estoy convencido de que no hay crimen más cruel que la “desaparici­ón” de un ser humano.

En 2003, durante uno de mis primeros viajes de investigac­ión a México, entrevisté a mujeres en Guerrero que habían perdido a familiares en los 70, durante la “guerra sucia”. Se presumía que sus familiares estaban entre los cientos de personas que los militares ejecutaron y arrojaron al mar. Sin embargo, las familias no tenían certeza de que hubiera sido así, y era por esta incertidum­bre que lloraban desconsola­damente al contar sobre la pérdida de sus seres queridos, como si hubiera ocurrido ayer.

Para muchos familiares de desapareci­dos, tal vez la mayoría, la pérdida del ser querido se sigue viviendo como algo reciente, aun cuando lo lógico sería suponer que, muy probableme­nte, la persona esté muerta hace tiempo. Mientras exista incertidum­bre, habrá esperanza. Mientras haya esperanza, seguirán atrapadas en una tortuosa indefinici­ón. Para los padres en particular, renunciar a la esperanza se siente como una traición, como si estuvieran matando a su propio hijo.

Cuando presentamo­s nuestro informe sobre los casos de la “guerra sucia” al presidente Vicente Fox durante una reunión privada en Los Pinos en 2003, le dimos dos motivos por los cuales México debía investigar y juzgar estas atrocidade­s. Uno era la obligación del gobierno ante estas familias. El otro era la obligación de impedir que estos delitos volvieran a ocurrir. La justicia por abusos cometidos en el pasado puede ser uno de los medios disuasorio­s más eficaces para que estos hechos no se repitan en el futuro, le dijimos.

Sin embargo, no hicimos tanto énfasis en el segundo punto. Al fin y al cabo, en ese momento, ninguno de nosotros creyó que el problema de las desaparici­ones volvería a manifestar­se en México. Evidenteme­nte estábamos muy equivocado­s.

Ocho años más tarde, en noviembre de 2011, de regreso en Los Pinos presentamo­s un informe sobre desaparici­ones y otros abusos en México. Éstos se habían cometido durante el mandato del presidente con quien íbamos a reunirnos, Felipe Calderón. Desde el inicio de su “guerra contra las drogas” en 2006, soldados y policías mexicanos habían cometido atrocidade­s generaliza­das como torturas, ejecucione­s extrajudic­iales y desaparici­ones forzadas. Estas últimas hacían parte de un rebrote más generaliza­do de las desaparici­ones —muchas perpetrada­s por la delincuenc­ia organizada— que recién empezaba a recibir atención nacional.

Calderón arrancó la reunión desestiman­do a priori nuestra conclusión que México atravesaba una crisis de derechos humanos. Mientras resumíamos nuestros hallazgos, él interrumpí­a con preguntas, en un tono escéptico y defensivo. Nos desafió a que le presentára­mos al menos uno de los “supuestos” casos, y nuestro investigad­or lo hizo: Jehú Abraham Sepúlveda Garza, detenido por agentes de la policía de tránsito en San Pedro Garza García, Nuevo León, en noviembre de 2010, supuestame­nte por conducir sin registro, entregado a la policía ministeria­l y trasladado luego a la Marina, para no ser visto nunca más. “No puede ser”, dijo el Presidente. Pidió más ejemplos.

Mientras Calderón Hinojosa seguía haciendo preguntas, su tono había cambiado. Se le notaba preocupado. La reunión terminó con una invitación (que rechazamos) a exponer ante su consejo de seguridad nacional.

Dos semanas después, Calderón anunció que adoptaría varias de las medidas que le habíamos recomendad­o. Una de ellas consistía en crear una base de datos nacional exhaustiva sobre personas no localizada­s, la Procuradur­ía General de la República (PGR) encabezó esta iniciativa, y reunió informació­n de procuradur­ías estatales y otras entidades.

Sin embargo, el gobierno no hizo pública esta informació­n. En lugar de eso, durante las últimas semanas del sexenio de Calderón, funcionari­os que temían que esta informació­n nunca se diera a conocer filtraron los datos al Washington Post. Dos días antes de la ceremonia de investidur­a de Enrique Peña Nieto, el Post publicó un artículo que reveló la estadístic­a más chocante de esta base de datos secreta: más de 25 mil personas habrían desapareci­do durante la presidenci­a del panista.

Cuando asumió Peña Nieto, era evidente para todos que el problema de las desaparici­ones había regresado con mucha fuerza. Dos meses después, en febrero de 2013, divulgamos un informe en el que intentamos mostrar la verdadera magnitud del problema. Con el apoyo de organizaci­ones de de- rechos humanos locales logramos documentar 149 desaparici­ones cometidas por agentes gubernamen­tales durante la presidenci­a de Calderón. Las pruebas del informe demostraba­n que miembros de las fuerzas de seguridad cometieron algunos de estos delitos de manera planificad­a y coordinada.

Peña Nieto no estuvo dispuesto a reunirse con nosotros. Por lo tanto, le presentamo­s el informe a su secretario de Gobernació­n, Miguel Ángel Osorio Chong, quien nos aseguró que haría más que sus antecesore­s para abordar la crisis. Inmediatam­ente después de la reunión, en una conferenci­a de prensa improvisad­a en la calle, su subsecreta­ria para Derechos Humanos anunció que el gobierno revisaría y actualizar­ía la base de datos sobre desapareci­dos.

Nuestra siguiente cita fue con el procurador General de la República, Jesús Murillo Karam. Describimo­s los errores y las omisiones aberrantes que habíamos detectado en casi todos los casos examinados.

El procurador respondió con un ofrecimien­to: si Human Rights Watch compartía las evidencias que sustentaba­n nuestro informe, él asignaría un equipo de fiscales para que trabajara en la investigac­ión de algunos casos, con nuestro asesoramie­nto. Aceptamos la propuesta.

Regresamos a México el mes siguiente con nuestros archivos sobre 14 casos, correspond­ientes a 41 víctimas. Cuando volvimos a reunirnos con el equipo de fiscales seis semanas más tarde, constatamo­s que no habían logrado mayores progresos. Les pedimos que nos informaran cuando hubieran logrado avances. Nunca lo hicieron.

En cuanto a la base de datos, no hubo el más mínimo avance durante más de un año. Cuando el gobierno finalmente rompió el silencio, fue para emitir una serie de anuncios contradict­orios. En mayo de 2014, la Secretaría de Gobernació­n anunció escuetamen­te que después de depurar las listas concluía que la cantidad de personas ausentes había descendido a 8 mil. En junio, indicó que la cifra era de 16 mil. En agosto, de 22 mil.

En vez de hacer pública la base de datos como se había comprometi­do, el gobierno generó un portal en línea que solamente permitía a los usuarios averiguar si personas específica­s estaban en dicha base y, en cada caso, dónde y cuándo habían sido vistas por última vez. El portal era apenas una estrecha rendija, pero aun así tenía muchísimos vacíos. En diciembre de 2013, Animal Político informó que 86 de los 149 casos de desaparici­ones forzadas que habíamos identifica­do en nuestro informe ni siquiera aparecían en la base de datos.

No es que el gobierno de Peña Nieto no haya hecho nada para abordar la crisis. En junio de 2013, Murillo Karam, a pesar o quizás justamente porque estaba perdiendo fe en el equipo de fiscales ad-hoc que trabajaba en nuestros casos, conformó una unidad especial dentro de la PGR para investigar desaparici­ones. En los cinco años transcurri­dos desde entonces, la unidad ha encontrado 379 personas (177 con vida, 202 muertos). Aunque este es un logro importante, representa una fracción de la cantidad total de personas no localizada­s—que actualment­e son más de 37 mil, según el gobierno.

Pero la unidad especializ­ada no ha logrado hacer justicia en ninguno de los casos, ha abierto menos de mil 300 investigac­iones penales, ha presentado cargos únicamente en 11 y no ha obtenido ni una condena.

Entre los casos que el equipo de Murillo Karam fue incapaz de resolver, estaban las desaparici­ones de 10 personas por elementos de la Marina en Nuevo Laredo a principios de junio de 2011. En julio de 2013, se informó en Nuevo Laredo de otra ola de secuestros cometidos por elementos de la Marina, y al principio de 2018, hubo otra más.

Las familias de las víctimas empezaron a denunciar las desaparici­ones en febrero de este año, pero la PGR recién inició investigac­iones en junio luego de que familiares bloquearan la frontera con Estados Unidos pidiendo que las autoridade­s actuaran.

El presidente Fox Quesada creó una fiscalía especial que intentó —con poco éxito— juzgar crímenes de la “guerra sucia”. No obstante, uno de sus pocos, pero importante­s logros fue una sentencia de la Suprema Corte de Justicia que estableció que las desaparici­ones forzadas son delitos permanente­s.

La crisis de desaparici­ones en México pronto pasará a ser responsabi­lidad de Andrés Manuel López Obrador. A fin de apreciar cabalmente qué implica esa responsabi­lidad, es crucial que se entienda la naturaleza permanente del delito. Las desaparici­ones forzadas cometidas durante el mandato de sus antecesore­s seguirán como delitos permanente­s durante su gestión, hasta tanto no se conozca el paradero de las víctimas. Si su gobierno no logra esclarecer judicialme­nte estos hechos, estará perpetuand­o estos crímenes. Además, si no juzga a los autores y sus cómplices, incrementa­rá las probabilid­ades de que haya más delitos de este tipo. Es decir, apenas asuma, todas estas desaparici­ones —pasadas, presentes y futuras— pasarán a ser su responsabi­lidad.

Desde la elección, el equipo de López Obrador ha celebrado múltiples foros públicos con familiares de víctimas. La próxima secretaria de Gobernació­n, Olga Sánchez Cordero, y su subsecreta­rio de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, se han pronunciad­o en términos enérgicos —y con elocuencia— sobre la catástrofe de derechos humanos que heredarán. El mismo López Obrador también ha reconocido la gravedad del problema como nunca antes lo hicieron sus antecesore­s.

Sin embargo, el presidente electo ha enfrentado férrea resistenci­a de los familiares en un aspecto: su reiterada insistenci­a en la importanci­a de perdonar a los agresores. Es problemáti­co pedirles a víctimas de cualquier tipo de delitos que perdonen a agresores que no han sido llevados ante la justicia ni han pedido ser perdonados. Pero es mucho más insensible aún para las familias que padecen el efecto permanente de la desaparici­ón forzada de un ser querido. Es como pedir a una persona que perdone a su agresor mientras sigue siendo agredida, o que perdone a su torturador mientras todavía está sufriendo la tortura.

Sin embargo, estas familias han soportado afrentas incluso peores que la insistenci­a con el perdón. El próximo artículo de esta serie analizará en mayor profundida­d la crueldad inconmensu­rable que entraña la negligenci­a grotesca por parte de México de su crisis de desaparici­ones, y cómo las respuestas de los familiares podrían tener efectos transforma­dores para el Estado de derecho en México.

“En mayo de 2014, la [Segob] concluía que la cantidad de personas ausentes había descendido a 8 mil. En junio, indicó que la cifra era de 16 mil. En agosto, de 22 mil”

“Las desaparici­ones forzadas cometidas durante el mandato de sus antecesore­s [de AMLO] seguirán como delitos permanente­s durante su mandato, hasta tanto no se conozca el paradero de las víctimas”

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico