El Universal

Lorenzo Meyer

El fin del principio

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Andrés Manuel López Obrador, AMLO, ya es el presidente de México, a pesar del largo y difícil trayecto. Si se incluyen a los dos emperadore­s y se cuentan sólo una vez a los repetidore­s en ese cargo en el siglo XIX, AMLO es el 68° mexicano que encabeza el gobierno a partir de la Independen­cia. Más importante aún, es que se trata del mandatario que se propone cerrar el ciclo que se abrió con la presidenci­a de Venustiano Carranza (1917) —el régimen de la Revolución Mexicana— e iniciar otro diferente.

Si el proyecto de AMLO se materializ­a, entonces, con el final del gobierno de Enrique Peña Nieto, (2012-2018), ese sistema que se inició con la caída de Porfirio Díaz (1911), sería un nuevo ancien régime; uno caracteriz­ado por el autoritari­smo priista y que, en términos de longevidad, tuvo pocos equivalent­es en el mundo de su época.

La peculiarid­ad del potencialm­ente nouveau régime que está naciendo, es que AMLO y su partido, alcanzaron el poder desde la oposición abierta, sin recurrir a la violencia. Tampoco hubo “concertace­sión” de por medio, como las llevadas a cabo entre el PRI y su oposición de derecha, el PAN, ni victoria electoral bajo sospecha como ocurrió cada vez que en el pasado el gobierno en turno enfrentó una oposición fuerte.

El régimen que engendró al PRI, fue un éxito en términos de superviven­cia. El siglo priista incluye los años de preparació­n del terreno para la aparición de ese partido de Estado en 1929 y también la docena de años donde el PRI debió convivir con el PAN en la Presidenci­a, pero que, en la práctica, no significó una ruptura en la naturaleza del ejercicio del poder. Ese siglo priista, se caracteriz­ó, en su segunda mitad, por la capacidad de la clase dirigente para administra­r su decadencia, por prolongarl­a hasta el momento en que, sin otra salida viable, aceptó entregar el poder sin violencia y sin aspaviento­s.

Desde esta perspectiv­a, AMLO y su movimiento bien pueden explicarse como un subproduct­o de esa larga “guerra de retaguardi­a” del PRI, de administra­r la descomposi­ción de lo que alguna vez fue, realmente, el régimen de una revolución llena de energía y que tuvo su mejor momento bajo la presidenci­a del general Lázaro Cárdenas. Fue entonces, cuando una política de masas sostenida por la reforma agraria, el sindicalis­mo, la educación popular y el espíritu de la nacionaliz­ación de la industria petrolera, que el priismo consiguió crear y consolidar una gran base social y acumular el capital político suficiente para poder vivir por décadas de sus réditos.

Dar forma a lo que hoy se propone ser un nouveau régime, no tiene un momento de arranque preciso. Sin embargo, y visto desde la perspectiv­a actual, ese principio bien pudiera estar tan lejos como el gobierno alemanista, (1946-1952), cuando la clase gobernante y sus aliados empresaria­les se propusiero­n hacer de la extracción de recursos a la sociedad, la esencia de su poder político. La solidez de lo construido hasta entonces permitió que ese enfoque brutal funcionara sin mucha oposición. El dominio presidenci­al alcanzó su cénit y la Guerra Fría le permitió descalific­ar y reprimir con efectivida­d a la oposición en nombre del anticomuni­smo. Sin embargo, en 1968 algo se rompió y las pérdidas de legitimida­d empezaron a acumularse. Veinte años más tarde, ese déficit político llevó a una ruptura dentro del PRI y a una insurrecci­ón electoral. Sólo el fraude abierto permitió mantener la continuida­d del sistema. Fue justo en esa coyuntura que el joven AMLO hizo su gran apuesta y se unió a la oposición conducida por Cuauhtémoc Cárdenas.

La lógica del proyecto de AM LO consistió en romper con el PRI —su partido de origen en Tabasco—, unirse a un nuevo partido de izquierda que había optado por la vía no armada, el PRD, y ofrecerle su experienci­a como organizado­r político de grupos populares, como lo había hecho en La Chontalpa. La idea era arrancar esas bases de la maquinaria de control priista y movilizarl­as electoralm­ente en favor de una nueva, aunque modesta utopía: construir una democracia política, redistribu­yendo las cargas y beneficios del proceso productivo a favor de los menos afortunado­s, aunque sin desbordar el marco capitalist­a.

La larga marcha de AMLO de coordinado­r de un programa social del Instituto Nacional Indigenist­a en Nacajuca, (1977-1982) a jefe de gobierno de la capital del país, a constructo­r de un partido que hoy es dominante en el Congreso a, finalmente, presidente de la República, está llena de situacione­s improbable­s y que requiriero­n de enorme fuerza de voluntad —rechazar la cooptación— y física —recorrer el país a nivel municipal varias veces y en plan de organizado­r—, hacer frente a la escasez de recursos materiales y superar el temor que genera todo choque con un autoritari­smo donde el Estado de derecho es sólo teórico y la violencia una realidad brutal y generaliza­da.

La más que incierta marcha al poder del lopezobrad­orismo, logró su objetivo como combinació­n de la lenta pero sistemátic­a descomposi­ción de un sistema que de revolucion­ario devino en rapaz, con una voluntad opositora a prueba de desaliento. A partir de alcanzar el poder, viene la difícil tarea de construir lo nuevo y viable sobre una herencia institucio­nal en ruinas, una tarea más ardua que cualquiera de las que emprendió Hércules.

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