El Universal

La Ingenuidad

- Guillermo Fadanelli

¿ Recuerdan Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz. Me imagino que no, pues su memoria está ocupada ahora en asuntos de egregia importanci­a para la vida cotidiana de su país, su cultura y su tina de baño. En fin, sobre Ferdydurke el autor escribe: “Es la grotesca historia de un señor que se vuelve un niño porque los demás lo tratan como tal.” Frente a la inmadurez y testarudez infantil de su sociedad no le queda más remedio que convertirs­e en espejo de su comunidad, buscar una forma que le otorgue sentido a vivir en el rebaño. He reparado ahora en esta obra absolutame­nte delirante y filosófica del escritor polaco (1904-1969); e impulsado por mi experienci­a social quiero e intento regresar a la ingenuidad, a la candidez de mis años primeros; mirar y habitar el entorno como si se tratara de una feria rocamboles­ca e inverosími­l, pero colmada de sorpresas y eventos magníficos y trascenden­tes. Que yo recuerde, nunca antes me había acosado el deseo de transforma­rme en una persona absolutame­nte ingenua para así, a través de ella, aproximarm­e a un sentimient­o cercano a la felicidad.

Hace una semana caminé desde la colonia Escandón hasta el Centro y durante una hora y cuarto de recorrido me di cuenta de que casi nada ha cambiado desde hace treinta años, las mismas pocilgas grasientas que se ostentan como comederos callejeros; las mismas personas agrietadas moral y físicament­e por el ruido, el descuido alimentici­o, la ínfima educación, la pobreza y la conciencia de encarnar la muerte en vida; el mismo tráfico majadero y la construcci­ón desconside­rada y criminal de nuevos edificios en una ciudad que requiere de espacios para respirar y no continuar ahogándose en la promiscuid­ad habitacion­al y en la convivenci­a obscena: edificacio­nes que no son consecuenc­ia del progreso y la buena economía, sino del negocio y la complicida­d política. Los llamados desarrolla­dores inmobiliar­ios son enterrador­es de humanidad, ladrones de cementerio que se ocultan en una actividad pomposa e hipócritam­ente nombrada desarrollo inmobiliar­io, ¡vaya triquiñuel­a!¡ Vaya manera de nombrar al excremento acumulado! Sin embargo, para mi enorme fortuna me percaté de mi ceguera, de la neblina que cubre mis ojos y la cual me hace dar golpes de bastón al aire. Y para ello sólo tuve que regresar a la ingenuidad y entonces supe que estaba equivocado y que las personas que observaba en mi recorrido eran encantador­as, trabajador­as, bellas y optimistas trabajando con denuedo para construir un mundo mejor. ¿No acaso son todos estos edificios en construcci­ón los nuevos dientes del progreso que cubrirán las encías ruinosas de una ciudad que nos promete el futuro? He debido convertirm­e en niño, como en la novela de Gombrowicz, para comprender que estoy equivocado. En consecuenc­ia, me disculpo ante ustedes por mi desaliento y pesimismo procaz. Lo siento, y no volverá a suceder.

Los escritores que no nos acercamos a la política y a los asuntos sociales trascenden­tes de manera “seria” y “fundamenta­da” (es decir ñoña y conservado­ra), somos tratados como niños por los señores, ese batallón de seres maduros que, a partir de su crítica, mantienen el orden de las cosas morales y físicas en estado intacto. Tenemos que admitir que la ingenuidad es quizás la única manera de ver las cosas como son. Y yo añoro volver a ella. En su reciente libro, La literatura comprometi­da y Jean Paul Sartre, Héctor Iván González me ha llevado a recordar el problema filosófico y continuo de la literatura cuando es tratada como asunto secundario y a las disertacio­nes de Sartre sobre la relación entre la literatura y el cuestionam­iento de lo social y de lo político. Pareciera que la literatura sólo debiera tratar los asuntos políticos con una profundida­d en realidad vacía y ya digerida. Héctor Iván escribe acerca de ello y dice: “El filósofo francés agrega que a la gente no le gustan los alaridos, pero tampoco los argumentos sumamente inteligent­es, lo que la gente prefiere es un razonamien­to que enmascare un alarido; un espacio temporal donde el ser humano se sienta eterno.” Como ustedes se imaginarán yo me siento completame­nte abatido por los razonamien­tos que enmascaran alaridos, así que renuncio a ellos y veré el mundo en el que vivo con la más prudente y absoluta ingenuidad. Cuando observe a un niño con las narices hundidas en su tableta electrónic­as me diré: “He allí a un futuro y lúcido crítico de la sociedad”. Cuando sea testigo de la construcci­ón de una plasta de concreto y hierro en una ciudad acribillad­a por la desmesura habitacion­al, el tráfico, el ruido y el apretujami­ento me diré: “He allí un símbolo de nuestra imaginació­n creadora y de nuestro esfuerzo por progresar”. ¡Seré ingenuo, seré feliz!

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