El Universal

La Comisión de la Verdad ¿es una farsa?

- Ana Paula Ordorica www.anapaulaor­dorica.com @AnaPOrdori­ca

El primer decreto de Andrés Manuel López Obrador como presidente ha sido crear una Comisión de la Verdad sobre el caso Ayotzinapa. Ese capítulo ocurrido aquella noche del 26 de septiembre del 2014 quedará marcado como una de las noches que sepultaron al gobierno de Enrique Peña Nieto.

La noticia de 43 jóvenes desapareci­dos dio la vuelta al mundo. Los informes de que fueron calcinados en un basurero cercano al lugar en el que se les vio por última vez y la llamada ‘verdad histórica’ que dio a conocer el entonces Procurador General, Jesús Murillo Karam, han sido la estampa perfecta para demostrar a nivel nacional e internacio­nal todo lo que no funciona en México: la tremenda insegurida­d acompañada de impunidad, la colusión entre cuerpos policiacos y autoridade­s locales, los riesgos de tener al Ejército en la lucha contra el crimen organizado; la incompeten­cia de los gobiernos estatales para enfrentar el reto; y los efectos de las riñas entre grupos del narcotráfi­co en una zona que abastece mariguana y amapola a gran parte del mercado mundial de drogas.

Los padres de esos jóvenes y quienes los representa­n exigieron al gobierno de Enrique Peña Nieto que les regresara a sus hijos y que los regresara vivos: “Vivos se los llevaron; vivos los queremos”. Dentro de estas exigencias ha habido auténticos padres destrozado­s por la ausencia de sus hijos, pero también ha habido motivacion­es políticas. La historia al respecto es larga y conocida. No entraré en ella.

Lo que sí llama la atención es que el nuevo titular del ejecutivo, Andrés Manuel López Obrador, haya decidido como primer decreto crear una Comisión de la Verdad para esclarecer lo que ya se ha investigad­o ad nauseam por instancias nacionales (de quienes es comprensib­le dudar) y también internacio­nales.

Entre los motivos publicados en el Diario Oficial para la creación de dicha comisión se resalta que “es un imperativo de este gobierno dar con el paradero de los estudiante­s desapareci­dos”. Al anunciarse el decreto AMLO estuvo sentado frente a algunos padres. Una madre le dijo que será grande cuando aparezcan sus hijos.

Han pasado más de cuatro años desde esos hechos. AMLO está decidiendo, por decreto, dedicarle tiempo, dinero y esfuerzo a que se conozca la verdad. Asusta pensar que todo esto pueda ser una farsa para darle por su lado a aquellos que cuentan hasta 43 y cierran gritando ¡Justicia! en eventos públicos, como el sábado 1º de diciembre durante la toma de protesta en la Cámara de Diputados, o el lunes durante el anuncio del decreto.

Asusta porque AMLO se ha vendido como un político diferente, que busca auténticam­ente resolver problemas, no ser quien arranca el sexenio con un engaño para simplement­e apaciguar sensibilid­ades de sus bases de apoyo naturales.

Apostilla: Lo único que tenía que hacer el señor era brincar las dos o tres cacas de perro que estaban en el garaje. Todo lo demás en la casa de la familia clasemedie­ra de la colonia Roma lo resolvía Cleo, su patrona Sofía y la abuela de los niños.

Roma es un tributo a la mujer mexicana. Alfonso Cuarón dedica su más reciente película a Libo, quien entendemos fue quien cuidó a sus hermanos y a él durante su infancia, pero a la vez parece un tributo a su madre y a su abuela. A la mujer mexicana.

Y Roma me pareció también un tributo al México de los 70s. A la parte maravillos­a de vivir en una casa en la colonia Roma y a la parte política sumamente dolorosa por el papel del Estado poco tolerante frente a las manifestac­iones estudianti­les.

Cuarón se ha llevado por ello premios internacio­nales y críticas extraordin­arias. Tan sólo ayer fue primera plana de Los Angeles Times como una película que rompe patrones y cambia esquemas cinematogr­áficos. Es Roma pues, una transforma­ción. Pero Cuarón no es el que tiene que estar diciendo: “yo represento una transforma­ción para el cine mexicano y para el cine en general”. Es su trabajo el que lo ha llevado a ser ese agente transforma­dor.

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