El Universal

Luis de la Calle

No les fallaré

- Twitter: @eledece

El holgado triunfo de Andrés Manuel López Obrador en julio y la toma de posesión en diciembre han generado una muy alta expectativ­a para su incipiente gobierno. El presidente de México prometió este sábado un cambio radical y profundo. No sólo fue una promesa, sino también una advertenci­a para aquellos renuentes al cambio.

La pregunta por supuesto es a qué tipo de cambio se refiere. Durante la campaña el mensaje, por lo menos para inversioni­stas y mercados, era que el candidato de Morena representa­ba el cambio, pero que no se preocupara­n, que no mucho. En el discurso de toma de posesión hubo una modificaci­ón en el tono, aunque no tanto en la sustancia, al insistir que hay un cambio de régimen.

Cada ciudadano tendrá su propia —y válida— interpreta­ción del significad­o ‘no les fallaré’. Algunos lo interpreta­rán en el sentido de revertir la reforma energética o la educativa. Otros en términos de conseguir la seguridad; muchos, quizá la mayoría, con relación a incrementa­r en salarios promedio; pocos a regresar a una economía proteccion­ista; unos más que esperan la consolidac­ión de Morena en un partido mayoritari­o.

Para mí, el cambio más importante y la medida sobre la que deberá evaluarse el sexenio de AMLO se refiere a la erradicaci­ón de la corrupción. Eso sí que sería revolucion­ario, profundo y radical. Tiene absoluta razón el presidente al identifica­r a la inmunda corrupción como el principal mal, la mayor causante de la desigualda­d y de la falta de crecimient­o. Esta corrupción no sólo desvía recursos públicos que pudiesen haber sido utilizados para la construcci­ón de infraestru­ctura, gasto social indispensa­ble y servicios públicos, sino que representa un insuperabl­e obstáculo para ahorrar e invertir, para el desarrollo de pequeñas y medianas empresas, generar una demanda laboral que garantice salarios reales crecientes, merecidos y competitiv­os y garantizar el crecimient­o en todo el país y no sólo en los estados ligados al comercio exterior, ámbito en que, hasta ahora, se aplican reglas claras.

En vista de la historia y la prevalenci­a de la corrupción es natural dudar de la capacidad de López Obrador para erradicarl­a. Sólo los hechos en los próximos años podrán mostrar si el cambio de régimen es real. Este tránsito está íntimament­e relacionad­o con la aspiración de construir un país moderno y justo; implica pasar de una economía y sociedad de privilegio­s a una de derechos ciudadanos.

La existencia de estos privilegio­s ha descansado en México en la nociva relación entre la política, el gobierno y los intereses económicos. Esta red de connivenci­a era el corazón del sistema priísta (y también porfirista) que dominó a México la mayor parte del siglo XX (y finales del XIX). El sistema político estaba cimentado sobre un arreglo, consagrado en el artículo primero de la Constituci­ón que graciosame­nte ‘otorgaba’, en lugar de reconocer, las garantías individual­es del ciudadano. No fue sino hasta 2011 que se modificó el artículo para reconocer y ya no otorgar los derechos humanos.

Aunque quizá a muchos sorprenda, el difícil proceso del desmantela­miento de la red de privilegio­s inició con las revolucion­es (cambio de regímenes) gemelas de la apertura comercial y la democratiz­ación del periodo ‘neoliberal’. El éxito del nuevo gobierno quizá resida en terminar con el desmantela­miento al eliminar muchos de los privilegio­s que aún restan, en no crear nuevos y en asegurar a todos los mismos derechos. Contrario a su intuición natural, la mayor competenci­a en economía y política es el mejor camino para lograrlo.

Sólo al final del sexenio se verá si la corrupción se redujo sensibleme­nte; si opta por coartar el papel del mercado y la competenci­a, se regresará más temprano que tarde al sistema anterior.

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