Un Grinch más ligero acecha la Navidad
La productora Illumination creó un espléndido trabajo gráfico pero argumentos débiles
Para su producción animada número ocho, el estudio Illumination encargó a Yarrow Cheney, apenas en su segundo filme, la dirección de El Grinch (2018). A él se sumaron, debutando en animación, su codirector Scott Mosier, con larga experiencia como productor, y los guionistas con tablas en comedia, Tommy Swerdlow & Michael LeSieur.
La idea fue adaptar el relato original. ¡Cómo el Grinch robó la Navidad! del Dr. Seuss siguiendo el espíritu del cortometraje televisivo hecho en 1966 por el legendario Chuck Jones, autor de innumerables caricaturas protagonizadas por Bugs Bunny y el Pato Lucas, entre otras figuras de la Warner Bros. Jones convirtió al Grinch en un ser relajiento opuesto a la Navidad no por maldad sino para divertirse.
El Grinch (2000, Ron Howard) con actores reales, debido al exceso de maquillaje, fue una adaptación mediana. Sin duda la historia funciona mejor en animación. Illumination, que previamente llevó a la pantalla otro relato del Dr. Seuss, El Lórax: en busca de la trúfula perdida (2012), hace un Grinch (voz en español de Eugenio Derbez) más ligero, equilibrando acciones absurdas con humor. El trazo visual es acorde a las ideas del Dr. Seuss, dibujante de mérito quien ideó criaturas con gran personalidad. El Grinch está entre las mejores.
La animación es cuidadosa y rinde homenaje al libro. También a Chuck Jones: el Grinch parece heredar el mundo de Porky y sus amigos. Actúa con el estilo torpe y juguetón de las viejas caricaturas al estilo Fantasías animadas de ayer y hoy
(1931-1969). En ese sentido la cinta
es ágil y la anécdota funciona para toda la familia.
Al Grinch se le atenúan los rasgos, haciéndolo agradable. Pero el coestelar, el perrito Max, es quien se roba la película.
Sin embargo, Illumination revela su defecto tradicional: la historia tiene escenas deficientes. Parece que la animación está llegando a un límite, con espléndido trabajo gráfico y argumentos débiles, véase WiFi Ralph
(2018) que se sostiene sumando anécdotas y puntadas. En este caso, el estudio hogar de los Minions, sus populares creaciones, parece necesitarlos. Por eso Max se siente cual si fuera un personaje extra tomado de la anterior cinta de Cheney, La vida secreta
de tus mascotas (2016). Afortunadamente debido a cierto ingenio funciona: es un juguete animado donde la mayoría de los chistes dan en el blanco; una agradable metáfora sobre la convivencia navideña.
Para Mi pequeño gran hombre
(2018), su sexto largometraje, Jorge Ramírez Suárez eligió clonar (con el mismo truco óptico), el argumento escrito por Marcos Carnevale, filmado en Argentina y Colombia como Corazón de
león en 2013 y 2015, respectivamente; que luego en Francia en 2016 fue Un hombre a la altura
(la mejor versión), y el año pasado El gran león en Perú.
Cuenta la manoseada anécdota de cómo un chaparrito, León (Jorge Salinas), conoce a Carla (Fernanda Castillo), por un hecho accidental: ella pierde su teléfono y él aprovecha la oportunidad de ligársela. Y se suceden una serie de esquemáticos apuntes mediocres sobre relaciones entre hombres y mujeres, altos y bajos, simpáticos y antipáticos. La moda (eficaz para determinadas obras teatrales) de copiar un libreto, en este caso producido en otra cinematografía, aclimatándolo a la nacional sin alterar sus rasgos esenciales, tiene deplorable fortuna. Podría interesar de no ser algo demasiado visto. Cada adaptación, al ser fotocopia de la fotocopia, se deteriora. Resultando aquí, qué remedio, en una cinta de quinta.