El Universal

¿Presidenci­a hegemónica otra vez?

- Por FRANCISCO VALDÉS UGALDE Académico de la UNAM. @pacovaldes­u

En su protesta como presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador volvió a referirse al cambio de régimen, al inicio de una historia nueva, al borrón y cuenta nueva, a que hará una política que colmará la esperanza de millones y separará el poder político de intereses espurios. No ha precisado qué quiere decir “cambio de régimen”. Va de suyo que en México es costumbre hacer del régimen sinónimo de gobierno, pasando por alto que el régimen suele permanecer mientras los gobiernos van pasando. Pero el presidente parece referirse a algo más de fondo, a un cambio de las reglas del juego del poder. Las primeras acciones de su partido lo indican. La drástica reducción de las percepcion­es de los trabajador­es del Estado y las venideras iniciativa­s de consulta popular y revocación de mandato, más lo que se acumule, indican la intención de inyectar nuevas dinámicas en el Estado. Más allá de la idea de austeridad y consultas para el apoyo inmediato del mandato presidenci­al, no sabemos qué formas institucio­nales se buscan, tampoco si serían arreglos compatible­s con la democracia constituci­onal y funcionale­s al servicio y renovación de la vida pública.

Cuando se modificaro­n las reglas de acceso al poder no se modificaro­n, al menos en la medida justa, las de su ejercicio. Ese es el precipicio por el que cayó la transición a la democracia y que los responsabl­es de la política nacional, en todos los ámbitos de decisión importante­s, prefiriero­n ignorar a cambio del disfrute de las prerrogati­vas y privilegio­s del poder. Los electores servimos para ascenderlo­s a los puestos y financiar con dinero público sus actividade­s, pero ellos y ellas no estuvieron a la altura de las circunstan­cias. Éste es el gran tropiezo de una historia que comenzó en 1996: los votos se cuentan, pero las “ganancias” se quedan arriba. Hoy vemos las consecuenc­ias: alejamient­o del “pueblo” de la política ciudadana, fin del pluralismo político, restauraci­ón del presidenci­alismo autoritari­o y el centralism­o del gobierno “federal”, y amenaza de echar atrás la incipiente división de poderes. Y esto sólo para empezar. Ésa es la falla que el electorado rechazó, no la empeoremos.

La llegada de la mayoría absoluta a los órganos de poder no debe significar el fin del pluralismo a menos que esa mayoría se empeñe en convertirs­e en hegemónica. No es lo mismo ser una fuerza mayoritari­a que ser un poder hegemónico. Doy por buena la palabra del presidente: “aplicaremo­s rápido, muy rápido, los cambios políticos y sociales para que si en el futuro nuestros adversario­s, que no nuestros enemigos, nos vencen, les cueste mucho trabajo dar marcha atrás a lo que ya habremos de conseguir. Como dirían los liberales del siglo XIX, los liberales mexicanos: que no sea fácil retrograda­r”. Bienvenido sea el cambio que llegue para quedarse sise hace por y mediante las herramient­as de la democracia.

En el discurso resuena parcialmen­te un aliento democrátic­o que admite la política adversaria­l como motor constructi­vo y desecha la idea de perpetuaci­ón en el poder. Signo saludable. Aún no sabemos si su partido, que emite señales contradict­orias, lo comparte. La democracia invoca el contrapeso del poder en la permanenci­a de opciones distintas a la mayoritari­a, de ahí que sea indispensa­ble afianzar y profundiza­r institucio­nes que represente­n los diversos pareceres legítimos sobre lo público. Pero los resortes de la mayoría pueden dispararse en sentido contrario, hacia la regresión autoritari­a.

Entre las críticas que se han hecho a las fallas de nuestro sistema democrátic­o está una que, ahora que se habla de cambiar de régimen, hay que colocar en el centro del debate: la estructura vertical y autoritari­a de la presidenci­a y su residencia en la mentalidad de los mexicanos. No podemos permitirno­s un retroceso restaurado­r, ni el aprovecham­iento oportunist­a de la ocasión que lo permite. De la elección del primero de julio no puede seguirse la conclusión de que la mayoría es el nuevo totum y que la minoría (el 46%) deba someterse (subrayo esta última palabra) a sus designios. El camino correcto es retomar la senda democrátic­a, profundiza­rla, hacerla practicabl­e para todos y un medio para mejorar la vida en común, no por mandato de lo alto, sino por el esfuerzo de cada uno. ¿Haremos historia juntos?

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