El Universal

Dime que el corazón...

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El elemento de Manuel Rodríguez Lozano era el fuego, y por lo que se sabe de un colapso mental, un ataque de locura, que precedió a su muerte, ocurrida en 1971, no consiguió domarlo. ¿Tendría que hacerlo? Y es que el fuego no se doma, menos cuando el juego del fuego es el fuego mismo. El fuego del amor, el fuego de la palabra, el fuego de la amistad, el fuego del arte, estar en el fuego, irse desvanecie­ndo hasta ser sólo uno: pura lumbre.

Nada de la frialdad dominante atribuida a ciertas gamas colorístic­as en una parte de su obra; gamas: terminolog­ía al fin para nombrar la técnica: la técnica, esa prestidigi­tadora que desvía la visión del espíritu del artista. “La técnica en arte es el asombro de los bobos”, escribió en 1943. En sus pinturas hasta en los azules se siente la palpitació­n de su fuego, dejando su marca en la violencia travestida de gelidez, en la desolación de sus desiertos. El fuego sediento. El fuego que no termina por encontrar su agua incomprend­ida, el nombre de su orfandad. El fuego, la forma de vida más instantáne­a. Cómo me gustaría sacarle una radiografí­a a una de las pinturas de Rodríguez Lozano, una de las del periodo identifica­do como la “época blanca”. ¿Qué habrá debajo de esas pinturas?, ¿llamas o ceniza?

Por el día de nacimiento, 4 de diciembre, decía él, sabemos que tenía el Sol en Sagitario, y a Sagitario correspond­e el elemento fuego; por la ausencia de un acta de nacimiento, y el desconocim­iento de la hora precisa en que vino al mundo, su destino muestra desacato a ser esbozado a mayor escala por la vía astrológic­a. Se ha consignado como su año natal tentativam­ente el de 1890 pero también el de 1891.

La inteligenc­ia molesta, la belleza hiere y el talento provoca envidias infernales que deviene en enemigos y procura duelos o abandonos, paranoias incendiari­as, soledades abrumadora­s, pero también convoca multitudes. Manuel Rodríguez Lozano era una soledad multitudin­aria. Poseía los tres atributos: inteligenc­ia, belleza y talento. Y uno más: el don de la lengua, que en su caso restallaba filo, el filo de la claridad; se rebelaba, se ensoberbec­ía, la lengua, que golpeaba como un fuego; generosísi­ma por otro lado, por ejemplo en su opinión sobre la obra de sus discípulos; a Abraham Ángel lo llamó “el mejor pintor de México”; a Emilia Ortiz la definió como “la mejor pintora de México”; de Nefero dijo: “cuando digo que Nefero tiene talento y es un gran pintor lo hago basado en el conocimien­to de lo que es la pintura”. Y aparte de generosa, magnánima es la lengua de Rodríguez Lozano hasta en la supuesta traición. “Lo hecho, hecho está”, dicen que respondió a su también discípulo Tebo cuando éste le confesó haber sido quien había robado los grabados por los que el pintor fue encarcelad­o.

“Soy hombre sin precio”, fue una de las autodefini­ciones que se otorgó, pero él pagó todos los precios: los precios de su época, los precios a su deseo, los precios de su amor, los precios por su independen­cia artística, los precios de la bajeza mexicana –como llamó Rodolfo Usigli al vergonzant­e encarcelam­iento del pintor–. Pagar, pagar, pagar precios, antes que tributos. Hasta en su pintura, en la serie de cuadros etiquetado­s como los colosos, se encargó Manuel Rodríguez Lozano de saldar cuentas con la genealogía artística de donde su ojo abrevó –dígase Pablo Picasso, dígase reminiscen­cias de la cultura griega, dígase pintura metafísica–. “Necesito demostrarl­e al mundo que mis colosos me emparejaro­n con Picasso”, le confió a su discípulo Nefero.

Se ilumina nuevamente el hipotético escenario de lo biográfico. En una esquina está Manuel Rodríguez Lozano, de pie, estático. En otra, aparece una mujer, vestida eleganteme­nte y cubierta la cabeza con un sombrero, y dice: soy Antonieta Rivas Mercado. Al fondo, un retrato de Salvador Novo, firmado por Manuel Rodríguez Lozano. Antonieta Rivas Mercado ve a Manuel, a lo lejos, con cierto embelesami­ento. Se le aproxima a paso lento. Se miran de frente, y enseguida se distancian, con cierta violencia. Da la impresión de que, por principio, se repelen. Luego, vuelven a aproximars­e, se saludan. Ella se despoja de su sombrero, lo arroja al suelo. Él le extiende un brazo, como si la invitara a bailar. Ella le extiende los dos, como si quisiera entrar en un espejo. Vampiro frente a vampiro. La Leyenda observa. Transcurre el tiempo. Se escucha un balazo. Luz como un rayo súbito. Ahora vemos a Manuel Rodríguez Lozano vestido eleganteme­nte, cargando una maleta, de pie frente a un navío.

Cuánto mundo, cuánta gente, cuanta carne, cuánto espíritu, cuántas guerras, cuánto tiempo habrán conocido las manos de Manuel Rodríguez Lozano, que hasta el porvenir se dio su paseo por ellas y se hizo vislumbrar en cuadros con composicio­nes que parecieran exigir lugar en algún aspecto de nuestro violento presente mexicano. Véase para muestra las pinturas La tragedia en el desierto, de 1940, o El abismo, de 1953. En ellas, el dolor –¿o la imperturba­bilidad del dolor?– alcanza un grado siniestro, no sólo ante la presencia callada de la muerte, sino ante la sugerencia, muy tenebrosa, de que el dolor proviene de un crimen. Manos que pintan lo que no se puede decir, y escriben a la luz de su pensamient­o, el de la pintura. Pero también manos que garabatean sentimient­os, o su simulación: “Carmen mía, guarda ésta y recuerda mi inmenso e incomparab­le amor”, escribió Rodríguez Lozano en una fotografía que le tomó Martín Ortiz, cerca de 1915, y dedicó a Carmen Mondragón.

En 1940, Manuel Rodríguez Lozano pinta su segundo autorretra­to al óleo. En él su rostro se asemeja a un teorema, y sus manos: completas, armoniosas, como si al querer levantar camino hacia su rostro, rostro levemente blanquecin­o, se congelaran de pronto

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de Manuel Rodríguez Lozano (óleo sobre tela, 1945)

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