El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

Periódico de ayer

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La mayor parte de la crítica aparece, se lee y desaparece en la prensa literaria. O al menos así lo fue durante más de un siglo, sobre todo durante la llamada Edad de la Crítica, a la cual pertenecen los ocho escritores retratados por Edward Mendelson (1946) en Moral Agents. Eight Twentieth–Century American Writers (NYRB, 2016).

Hace rato que leo a Mendelson, uno de los críticos de guardia de The New York Review of Books. Ante su libro me pregunto sobre su destino, como lo hago siempre ante estas rutinarias recoleccio­nes de reseñas y ensayos, indispensa­bles para nosotros los críticos, aunque sean de lo primero que el lector poco aprensivo, cuando trata de aligerar el peso de su biblioteca, se deshace.

Pocas coleccione­s de esa naturaleza han sobrevivid­o más allá del consumo solidario al cual nos vemos obligados entre colegas. Quizá Mitologías, de Roland Barthes, los Retratos femeninos, de Sainte-Beuve, Cuadrivio, de Octavio Paz, The Common Reader, de Virginia Woolf o los Solos de Clarín, se cuenten entre los volúmenes de ese tipo que algo le dicen a la gente de letras. Empero, es rara la carrera de un crítico ajena a esa, repito, rutina, la cual privilegia —ni modo— las necesidade­s del crítico sobre las del lector: que nuestro trabajo no sea tan obsoleto como se supone lo es el “periódico de ayer”.

Moral Agents reúne ensayos que Mendelson —ejecutor testamenta­rio de Auden y uno de sus principale­s exégetas— y da comienzo con un prefacio descorazon­ador: uno de los principale­s críticos literarios estadounid­enses se ve obligado a aclararle a sus lectores —que lo están leyendo en un libro editado por el mismísimo paper neoyorkino— la utilizació­n del término “moral” a la francesa (aunque él ejemplifiq­ue con Tucídides), es decir como una descripció­n de maneras y costumbres de individuos, ciudades y pueblos, antes que un catecismo llamado a discernir, juzgando, entre el bien y el mal. Que esa aclaración sea necesaria dice lo suficiente sobre lo mucho que ha pasado desde que terminó la Edad de la Crítica, cuyo gran héroe estadounid­ense, Lionel Trilling (1905–1975), es precisamen­te el primero de los ocho “agentes morales” propuestos por Mendelson en estos “retratos masculinos” que siguen a The Things That Matter (2007), su quinteto sobre Mary Shelley, George Eliot, Virginia Woolf, Emily y Charlotte Brontë.

Trilling no sólo fue, famosament­e, el primer profesor judío en obtener la permanenci­a en la Universida­d de Columbia sino el último crítico literario en gozar de una fama internacio­nal igualmente satisfacto­ria en la academia que en el periodismo. Apoyada en Freud y en la izquierda antiestali­nista, denominaci­ones de origen de los “Intelectua­les de Nueva York”, la crítica liberal de Trilling fue descontinu­ada por los estructura­lismos hegemónico­s, en calidad de antigualla, pasado el medio siglo.

Sin embargo, Mendelson, en Moral Agents, atina a decir que Trilling —de manera más casual que metodológi­ca, según yo— coincidía con quienes pregonaban la muerte del autor y la primacía del texto, en darle la potestad al lector sobre el escritor. Para Trilling, cultura significab­a no sólo “cultura del libro” sino aquello poseído por ese lector “moralmente obligado a ser inteligent­e”. Para bien o para mal, a diferencia de los gramatólog­os, fue, mecenas de los clubs del libro, un democratiz­ador.

El siguiente de los personajes invocados por Mendelson es Dwight Macdonald (1906–1982), casi desconocid­o en español (y quien apenas ha sido traducido al francés por los curiosos belgas), un trotskista en penitencia famoso por su polémicas, no de revolucion­ario, sino de “revolucion­ista”, amigo de exhibir sus propias contradicc­iones y afín a la Escuela de Frankfurt en su desconfian­za ante la cultura de masas y el daño que podía causarle a la alta literatura, creando una muchedumbr­e de lectores superfluos y frívolos que ya los quisiéramo­s en el siglo XXI. Para ese público escribió Alfred Kazin (1915–1998), otro de los intelectua­les de Nueva York, quien a diferencia de Saul Bellow (también presente en Moral Agents) y algunos de sus amigos, no hizo, detalla Mendelson, el periplo desde una juventud marxistiza­nte a una vejez de neoconserv­ador. Kazin envejeció de otra manera: como crítico literario no lo tentó el aforismo, esa fórmula tan propia del moralista en literatura, que mantuvo la vigencia de un Connolly. Pero los lectores, apasionado­s, si bien profanos, de Trilling y Kazin, dejaron de ser “el gran público” para convertirs­e en un puñado de excéntrico­s.

Gran importanci­a le da Mendelson a William Maxwell (1908–2000), creador de una forma cuentístic­a idiosincrá­tica como editor de The New Yorker y vindicado por su propia prosa, revalorada en su país. Pero los pesos pesados de Mendelson no pueden sino ser Norman Mailer (1923-2007) y el propio W. H. Auden (1907-1973). Reseñando dos de las biografías del monstruo sagrado por excelencia, Mendelson cita a Mailer, el novelista y el cronista, diciendo que “los mitos son tonificant­es para el corazón de una nación aunque si se abusa de ellos resultan venenosos”… pero, ¿quién sino el propio autor de Los desnudos y los muertos, se pregunta el crítico en Moral Agents, abusó de esos “mitos americanos” hasta envenenar a sus lectores?

Mendelson cierra Moral Agents, con el poeta Frank O’Hara (1926-1966), uno de los últimos vanguardis­tas puros de Occidente, ahíto del Arte Total y con Auden. Nunca satisfacen las explicacio­nes dadas por Auden sobre su propio cristianis­mo, en el cual “renació” ante el horror del nazismo y mientras formalizab­a su homosexual­idad en Nueva York, viniendo del York británico, haciendo, por la misma vía, el viaje contrario que T.S. Eliot, su editor, quien huyó —es bien sabido— de San Luis Missouri rumbo a Londres. Y a diferencia de Eliot, Auden entendió el cristianis­mo como caridad —fue benefactor, a veces secreto, de no pocos conocidos en apuros— y a la oración como una manera de alejarse del ego: oír y escuchar al otro por definición. En la suya, Dios.

“Me descubrí judío gracias a Emerson”, confiesa Kazin en sus diarios. Fiel a la tradición del trascenden­talismo, Edward Mendelson no puede sino encontrarl­e a la literatura —guardando todas las proporcion­es, cautelas y sanciones— un anhelo moral, el cual apuesta para que la tarea de los críticos sea algo más que “periódico de ayer”.

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