Aquaman sumerge a DC en lo profundo
La cinta luce en gráficos y una historia que funciona como metáfora de la contaminación
Para su décimo filme, Aquaman (2018), el talentoso James Wan, experto en películas de terror
(Saw: juego macabro, La noche del demonio, El conjuro) y sin
miedo a las secuelas (La noche del demonio: capítulo 2, El conjuro 2: el caso Enfield, Rápidos y
furiosos 7), hizo un espectáculo épico sobre el origen de Arthur Curry/Aquaman (Jason Momoa). Escribió —con el guionista novato Will Beall y el autor de cómics Geoff Johns, quien junto a los magníficos dibujantes Ivan Reis y Paul Pelletier dio nueva vida al personaje—, un eficaz libreto acerca de por qué Curry debe reclamar el trono marino.
A su vez, David Leslie Johnson-McGoldrick agregó al guión variados detalles para lucimiento del reparto y, en especial, para el del veterano fotógrafo Don Burguess, quien hace verosímil la Atlántida, desempolvando la imaginación de los legendarios creadores del cómic, Paul Norris y Mort Weisinger.
Esta película, sexta en el llamado Universo DC Extendido, es la segunda mejor después de
La mujer maravilla (2017). No parecía posible semejante hazaña en la actualidad —cuando el Universo Marvel domina el género—, con tan débil personaje, siempre secundario y objeto de botana en la famosa Liga de la Justicia. Wan lo logra debido a la sencilla propuesta de recuperar la mitología original.
En el conflicto existencial de Curry, su debate interno entre ser humano y atlante, existen dos presencias clave: su madre, la reina Atlanna (Nicole Kidman) y la princesa Mera (Amber Heard), ambas con mérito suficiente para protagonizar su propia cinta. Aquí, ante las inseguridades de Curry, le dan a la historia un contrapunto ideal por su carácter indomable. Asimismo, representan la perdida de conciencia ético-ecológica.
El mito de Aquaman pues se revisa escrupulosamente. Por ello los otros estelares van acorde al relato tradicional: el rey Nerus (Dolph Lundgren, en su primer papel decoroso en decenios), el leal Vulko (Willem Dafoe), y los antagonistas, el medio hermano usurpador Orm (Patrick Wilson) y el devastador mercenario Manta Negra (Yahya Abdul-Mateen II).
Cuidando incluir las aportaciones que hace Johns/Reis/Pelletier, Wan hace una pellícula de acción, delirante, con persecuciones y batallas de diverso calibre pensadas para pantalla de gran formato (el diseño escenográfico del fondo marino es rico en texturas; los seres acuáticos y su biodiversidad son barrocos, según el estilo del cómic reciente, para producir un impacto emocional constante).
Lo fundamental: Wan se toma en serio a Aquaman dándole la dignidad ausente en las caricaturas televisivas (1967-1969) donde lo popularizaron.
Recobra el concepto de su debut en 1941; también la estructura propia del relato como se hacía en la edad de plata de los cómics (1950-1960): equilibrar trazo gráfico inspirado con buen argumento.
Un detalle: aunque Aquaman se encuadra en la guerra entre atlantes, Orm no se equivoca al despreciar a la humanidad por contaminar el océano.
Es por ello metáfora sobre el calentamiento global. Su tono apocalíptico no es ficticio o exagerado: es real al explicar cómo subiría el nivel de los mares. Esto basta y sobra para convertir la trama en compleja fábula sobre la depredación de la naturaleza.
Wan se esmeró en hacer un filme ligero y entretenido con valiosos apuntes, incluyendo humor autoirónico, saludable en este tipo de cintas. Es notable: uno de los mejores cómics adaptados. Se disfruta porque nos regresa a un día en la playa durante la infancia.