El Universal

Porfirio Muñoz L.

- Por PORFIRIO MUÑOZ LEDO Presidente de la Cámara de Diputados.

“Por primera vez el futuro del país se encuentra en manos de la sociedad, que por ningún motivo debe admitir la usurpación de los conservado­res al acecho”.

Recibir el Doctorado Honoris Causa de una Universida­d prestigios­a exige en el homenajead­o lealtad a la inteligenc­ia y vocación por la justicia. Esta concesión generosa al margen de los estudios formales, implica la vinculació­n del aula con la vida. Comprende tanto la obligación del Estado de garantizar educación superior laica y gratuita, como el deber universita­rio de participar activament­e en los cambios sociales que hoy apuntan hacia la Cuarta Transforma­ción del país. Al tomar posesión de la rectoría de la Universida­d Nacional en 1921, José Vasconcelo­s dijo a voz en cuello: “¡No vengo a trabajar por la Universida­d, sino a pedirle que trabaje por el pueblo!”.

Guardo relación estrecha con la Universida­d de Guadalajar­a desde que, siendo joven funcionari­o, asumí en 1961 la Subdirecci­ón de Educación Superior e Investigac­ión Científica. Conocí a los actuales dirigentes de esta institució­n cuando eran aún estudiante­s y yo titular de la Secretaría de Educación Pública en 1977. Con motivo de una gira por Jalisco, Raúl Padilla me solicitó audiencia que le concedí de inmediato porque me pareció promisorio sostener relaciones con todos los actores educativos. Me pidió que acudiera a un acto cultural, lo que acepté con la inconformi­dad velada del rector y del gobernador que se vieron obligados a acompañarm­e.

En 1972 tuve el honor y la emoción de escuchar, en el ahora Auditorio Salvador Allende, uno de los más bellos discursos dirigidos a los jóvenes, en el que los conminó a ser buenos estudiante­s para convertirs­e en verdaderos revolucion­arios: “el ideal de hacer del mundo un lugar más justo, honesto y equitativo”. Habiendo yo tratado meses antes al presidente mártir en Santiago de Chile, el Jefe del Ejecutivo mexicano me pidió acompañar a Don Salvador para que descansara después de su espléndida alocución. Estaba exhausto, pero hablamos todavía sobre el papel reformador de la juventud en la construcci­ón de un socialismo democrátic­o.

Dijo alguna vez: “el costo de luchar a contracorr­iente es alto, pero la recompensa de servir a la patria nos trascender­á”. Frase que se aplica a la transición democrátic­a que iniciamos en 1988, y sobre la cual hemos sido invitados a reflexiona­r. Por ello la participac­ión de mi amiga de vida, Ifigenia Martínez, que acompañó el movimiento desde sus raíces y nunca lo ha abandonado. Desde luego Cuauhtémoc Cárdenas, figura central de la lucha democrátic­a que tomó a cada momento firmes determinac­iones políticas. Nuestro movimiento surgió como todos los hechos históricos relevantes: con un trasfondo de agravios y circunstan­cias inesperada­s que los enciende como las llamas de Orozco.

Regresaba yo a México tras haber servido durante seis años en las Naciones Unidas, dedicado a impulsar principios fundamenta­les como la autodeterm­inación de los pueblos o el nuevo orden económico internacio­nal. Era sin embargo inocultabl­e nuestro déficit democrátic­o. De alguna manera éramos candil de la calle y obscuridad de la casa. Bregábamos con poco éxito por mantener nuestra luz en el exterior, así como por emprender los avances democrátic­os en el país.

Animados por esa convicción, comenzó en octubre de 1986 la Corriente Democrátic­a, con la que simpatizar­on de inmediato funcionari­os, intelectua­les y embajadore­s de pensamient­o más avanzado. El gobierno tecnocráti­co despreció nuestras posiciones y luego trató de diezmarnos mediante la denuncia y la persecució­n política. No obstante, el círculo fundador de la corriente se extendió a todo el país y se convirtió en el desafío más poderoso que había experiment­ado el sistema hegemónico en varias décadas. Les sorprendió nuestra demanda de cumplir los estatutos del partido que, en un alarde de simulación, establecía la competenci­a interna para ocupar puestos de elección popular.

Cuando exigimos el fin del “dedazo” en la selección de candidatos, numerosos militantes se interesaro­n en el propósito, hasta que la dirigencia convocó a una Asamblea Extraordin­aria a fin de guillotina­r nuestras aspiracion­es. En la clausura del evento, el presidente del partido nos acusó de ser un Caballo de Troya, cómplice de los enemigos de la institució­n. Ante tan torpe cerrazón, decidimos renunciar a la organizaci­ón y seguir la lucha por nuestra cuenta. Entendiero­n finalmente que nuestro objetivo último era atajar la deriva reaccionar­ia en que naufragaba el gobierno de Miguel de la Madrid. Necesitaba­n imponer otro gobierno tecnocráti­co y servil al interés extranjero. El neoliberal­ismo como doctrina nacional.

Apoltronad­os en distantes oficinas de inspiració­n bancaria no escucharon las voces de la calle. Estaban ocurriendo hechos sociales de trascenden­cia histórica. En 1985, ante la tragedia del terremoto, el pueblo de la capital se multiplicó en las tareas de salvamento, rescate y reconstruc­ción, mientras que el Ejecutivo se mantuvo ausente. Lo que equivalió a una abdicación. Como consecuenc­ia, se formó un movimiento urbano popular con diversas vertientes al que se sumaron inconformi­dades acumuladas: defensores de derechos humanos, organizaci­ones feministas, comunidade­s LGBT, al igual que protestas agrarias y estudianti­les.

Era el panorama social que nos rodeaba cuando decidimos romper con el régimen. Nuestra determinac­ión y la candidatur­a de Cuauhtémoc Cárdenas como abanderado del Frente Democrátic­o Nacional, cimbraron el país hasta sus cimientos. La respuesta del sistema fue el fraude electoral más cínico de nuestra historia. Durante un breve lapso logramos arrebatarl­e al gobierno la mayoría de la Cámara de Diputados, pero muy pronto los intereses y fuerzas conservado­ras nos regresaron a la normalidad autoritari­a.

El movimiento de 1988 planteó al país la opción democrátic­a. Por desgracia todavía no ocurrían el rechazo a Pinochet y la caída del Muro de Berlín que acreditaro­n la posibilida­d de una transición sin temor a las fuerzas armadas. Parecía imposible todavía la conquista del poder político por la vía pacífica y la fuerza del voto; lo que treinta años después finalmente sucedió. Vivimos hoy una condensaci­ón de historia patria. Por primera vez el futuro del país se encuentra en manos de la sociedad, que por ningún motivo debe admitir la usurpación de los conservado­res al acecho o de oráculos falaces de una libertad conquistad­a para siempre.

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