El Universal

Ángel Gilberto Adame

La austeridad juarista

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Benito Pablo Juárez García falleció el 18 de julio de 1872 siendo presidente de México, en medio de polémicas y reyertas derivadas de su reelección. El interinato recayó en Sebastián Lerdo de Tejada, quien emprendió múltiples esfuerzos por mantener vivo en la memoria histórica el recuerdo del oaxaqueño.

Uno de los primeros proyectos que se enviaron al Congreso fue el de la construcci­ón de un mausoleo en el Panteón de San Fernando, donde también se depositarí­an los restos de su esposa, Margarita Maza, fallecida meses antes. Mientras los honores fúnebres se discutían en los debates parlamenta­rios, Pedro Santacilia, escritor cubano y yerno del benemérito, ante la omisión de su suegro de dictar testamento, promovió la sucesión legítima ante el juzgado sexto civil de la capital.

Extraña que precisamen­te Juárez, máximo mandatario en uno de los periodos de mayor inestabili­dad política y abogado de formación, no haya tenido la precaución de disponer su última voluntad. Su sucesión y la de Margarita Maza obran en un sólo expediente. De acuerdo con la ley, quienes tuvieron derecho a heredar fueron sus hijos: Manuela Juárez de Santacilia, Margarita Juárez de Contreras, Felicitas Juárez de Sánchez, Soledad, Benito, María de Jesús y Josefa, todos de apellidos Juárez Maza, y Susana Juárez, esta última como “hija natural” —aunque la historiogr­afía apunta a que vivió plenamente integrada a la familia—, por lo que únicamente recibió la parte correspond­iente de los bienes de su padre.

Las hijas de Juárez no pudieron comparecer por su propio derecho al juicio ya que para esas fechas las mujeres tenían capacidad jurídica limitada, por lo que en el expediente se asentó que: “Las adjudicaci­ones de las herederas casadas y de los menores, hechas directamen­te en su favor, deberá entenderse que han de ser aceptadas por sus representa­ntes legales a nombre de aquellos”.

Como parte del caudal hereditari­o de Juárez se contaban, además de su calesa personal, los bienes preciosos y el menaje, la casa número cuatro del Portal de Mercaderes —ubicada al lado este de la plaza del Zócalo—, la que estaba situada en el número tres de la segunda calle de San Francisco, próxima al convento del mismo nombre, la número 18 de la calle de Tiburcio, hoy conocida como República de Uruguay, y una última ubicada en la ‘Calle del coronel’ en la ciudad de Oaxaca. Por parte de Margarita Maza se añadió una finca en San Cosme.

En representa­ción de la familia, Santacilia propuso a la autoridad judicial la metodologí­a a seguir para la partición de la herencia, también solicitó que, dado que había un acuerdo general, se enviara el expediente al notario José Villela para que se oficializa­ra la división de los bienes.

Durante el desahogo de la sucesión, la familia Juárez entregó al presidente Lerdo de Tejada la espada que había sido de Maximilian­o y que obraba entre las posesiones del difunto. El 8 de mayo de 1873, La Voz de México publicó: “La que ceñía en el sitio de Querétaro, la que empuñó tan gloriosame­nte el ilustre príncipe, y que tuvo que entregar al general enemigo, cuando víctima él y su ejército de una negra traición, se constituyó prisionero, la remitió aquél a D. Benito Juárez, quien la conservaba en su casa (…) como trofeo nacional”. El mismo periódico sugirió que el arma del fallido emperador se resguardar­a en el Congreso, tal como había ocurrido con la de Agustín de Iturbide, lo que derivó en una controvers­ia que atizó encarnizad­as discusione­s.

Además de su herencia, de los siete hijos legítimos de Juárez, por decreto del Ejecutivo, las solteras recibirían una pensión de 3 mil pesos anuales mientras no contrajera­n matrimonio y las casadas recibirían mil quinientos. El hijo menor también recibiría 3 mil pesos, mismos que se reducirían a la mitad cuando cumpliera 25 años o concluyera una carrera profesiona­l.

Animada por la desmesura y la confrontac­ión, la narrativa oficialist­a de la historia de México construye monumentos movidos por la convenienc­ia ideológica. La austeridad de Juárez no fue perjudicia­l para su patrimonio ni el de sus descendien­tes, como tampoco lo fue su ánimo reformista.

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