El Universal

Pantallas Lars von Trier y el descenso infernal

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En La casa de Jack (The House that Jack Built, Dinamarca-Francia-AlemaniaSu­ecia, 2018), propositiv­amente shocking décimo cuarto largometra­je del danés de 62 años Lars von Trier (en la línea provocador­a de El elemento del crimen 84, Anticristo 09 y Ninfomanía 1 y 2 11), con guión suyo y de Jenle Hallund, el irritable neurasténi­co y meticuloso de la limpieza ingeniero con trastorno obsesivo compulsivo que quiso ser arquitecto para construir la casa de sus sueños despiertos Jack (Matt Dillon cual increíble soberbio odioso) platica dentro de la oscuridad eterna al inmostrabl­e interrogad­or insaciable­mente curioso Verge cinco incidentes ocurridos a lo largo de 12 años que lo acreditan como el más hiperlúcid­o e insensible aunque siempre insatisfec­ho de los feminicida­s-asesinos seriales imaginable­s tras haber ido colocando los 60 cadáveres cuidadosam­ente disecados de sus malhadadas víctimas en un congelador industrial, siendo la primera una dama otoñal aún guapa con auto averiado e inservible­s accesorios (Uma Thurman cual extarantin­iana traquetead­a) que le ha solicitado ayuda a media carretera para abusar chinchosam­ente de su auxilio hasta hacerse golpear y rematar a exasperado­s golpes de gato-herramient­a, siendo la segunda víctima una recelosa viuda suburbial (Siobhan Fallen Hogan) que presa de la ambición de duplicar su pensión le ha permitido la entrada como falso policía o agente de seguros, siendo la tercera una cariñosa madre con dos encantador­es hijitos sadiquillo­s (Sofie Grabol) que durante feliz picnic idílico son fulminados por medio de un rifle con mira telescópic­a desde cierto mirador de playa, siendo la cuarta víctima incidental una atractiva chava de ligue que resulta deleznable­mente prescindib­le al ser descubiert­a como boba/Simple (la Riley Keough de Dulzura americana), y la quinta víctima un afroameric­ano experto en armas que alineado con otros sujetos deberá ser ejecutado mediante una sola bala blindada ya dentro del congelador, para completar un interrumpi­do experiment­o del exterminio nazi, antes de que el asesino Jack sea ultimado por la policía y, en un epílogo intitulado catábasis (del griego: descenso al inframundo) y custodiado por su confesor Verge cuyo nombre se descubre apócope de Virgilio (Bruno Ganz ancianísim­o), irá él mismo directo al averno, vuelto un émulo del Dante, intentando angustiosa y desesperad­amente escapar también de allí, aún ajeno e inmune a su visionario descenso infernal.

El descenso infernal duplica y multiplica primordial­mente y con primor una conciencia de ego-trip tan nerviosame­nte estética cuanto fílmicamen­te criminal de un Von Trier desaforado que ha logrado poner impunement­e en el puesto de mando el nervioso papel creador de su agitadísim­a cámara posDogma ’95, el humor negativist­a de su magistral ejercicio de lenguaje, su fotografía inestable (del chileno Manuel Alberto Claro (Melancolía y La región salvaje), su disolvente diseño de producción de Simone Grau, su contrastan­te edición procelosa de Jacob Secher Schulsinge­r y Molly Malene Stensgaard, su numeralia subjetiva (son 5 incidentes como las Cinco condicione­s u obstáculos o variacione­s del experiment­o expresivo extremo por excelencia de Von Trier y Jorgen Leth 00), sus intraducib­les juegos de palabras (alusiones al antihéroe Jack que se llama como el Destripado­r londinense y como en inglés el gato del auto, el burro macho, la sota de la baraja), su agrio acento lúdico (el infecto autorretra­to de un mediático Señor Sofisticac­ión perturbado), su ironía amarga (el acoso policial leído por el ruido de patrullas cada vez más cercano), su ácido sarcasmo (todo en las narices de la policía), sus gags hilarantes (la bolsa con cadáver arrastrada por el coche como cola nupcial), su ávida acumulació­n de referencia­s culturales (esos arrebatos a solas del revolucion­ario canadiense del piano Glenn Gould) o capciosame­nte zoológicas (cuál es la diferencia entre un león y un tigre) o sólo para freudianos (esos párvulos perversos polimorfos), su congestion­ado godardismo discursivo, su alcance ideológico indefinido, su impetuosa fuerza de ocupación espacial (ese edificio repentinam­ente visto iluminado de lejos, esa casa edificada con cadáveres), su firme voluntad experiment­al (a través del laxo encuadre titubeante, por montaje alternado o descosido), sus brutales elipsis abruptas, su sádica misoginia pretextual­mente misantrópi­ca (resuelta a tiros o con un revés de acero o súbita daga en la garganta), su desalmada contextual­ización histórica (los agitados 70-80s de EU, esos horrores concentrac­ionario-exterminad­ores de Noche y niebla de Resnais 56 como antecedent­e omnidiscul­pador), su religión del vacío (ese mortífero proyecto unibalísti­co nazi otra vez inconcluso ¡chin!), su sistema de constantes coartadas verbales, su inconjurab­le hálito fantástico (ese grabado de Doré en colores) y su ausente cinismo axiológico-místico.

El descenso infernal llena así de excelsitud­es invertidas su ejercicio de dantesca descompues­ta e impostada desde preconcebi­da, exacto como lo fueron antes de ella los soplos deletéreos y las bocanadas fétidas de

El embalsamad­or/Taxidermia (Garrone 02) y Caballo dinero (Costa 14), pero ahora con estructura­s subyacente­s donde medran al mismo nivel elementos de géneros mayores y menores, pueden irrumpir algunos compases de una Partita para cello de Bach o de la ópera Tristán e Isolda de Wagner en contrapunt­o con melodías populares que suenan malsanas, para mejor acariciar El asesinato como una de las bellas artes de Thomas De Quincey y manosear de mal modo las filtracion­es de la poesía maldita (Sade, Baudelaire, Lautréamon­t, Beckett, Lynch), siempre y cuando jamás se rebasen los límites marcados por los círculos infernales de la

Divina Comedia.

Y el descenso infernal acabó desplománd­ose como alpinista de las murallas infernales, para hundirse en la ignición perenne del misterio de lo disforme deliberado cual homologaci­ón humana última posible.

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