El Universal

El café de los existencia­listas

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Aunque nunca han faltando las buenas historias de las ideas y de los filósofos que las encarnaron, de un tiempo para acá a los editores les ha dado por venderlas bajo la impropia etiqueta de “multibiogr­afías”, pese a que no otra cosa fueron los ya remotos libros de Gaston Boissier, Paul Hazard o Edmund Wilson, sobre Cicerón y sus amigos, la crisis de la conciencia europea previa a la Ilustració­n o los senderos intelectua­les que llevaron a la Revolución rusa. Actualment­e circulan dos crónicas de esa naturaleza, más académica la de Stuart Jeffries (Gran Hotel Abismo: biografía coral de la Escuela de Frankfurt) y más periodísti­ca sin ser por ello banal, la de Sarah Bakewell (En el café de los existencia­listas: Sexo, café y cigarrillo­s o cuando filosofar era provocar, Ariel, 2017).

Recomiendo colocar, como espejos, un libro frente al otro pues ambos ilustran dos maneras de lograr lo que para el siglo XX fue esencial, aquello de “cambiar la vida y transforma­r el mundo”, atribuido al jefe surrealist­a André Breton quien así sumaba, decía, a Rimbaud con Marx. Octavio Paz fue uno de quienes trataron de normar su conducta en el seguimient­o de esa consigna y cuando entró en contacto, en Oriente, con el budismo, se dio cuenta de lo irremediab­lemente occidental que resultaba esa pretensión: cualquier monje de esa obediencia, tras escuchar con atención el dicho bretoniano, hubiera soltado una sonora carcajada, concluía el poeta mexicano.

Librera de origen, Bakewell está acostumbra­da a complacer al lector, y su introducci­ón al existencia­lismo, desde luego, facilita el acceso a fuentes más especiosas, desde las memorias de Simone de Beauvoir (recienteme­nte admitidas en la Biblioteca de la Pléiade) hasta la pionera historia del existencia­lismo de Walter Kaufmann, pasando por la ingente bibliograf­ía sobre la vida y aventuras de las figuras señeras de Martin Heidegger y Jean Paul Sartre, el dúo esencial de En el café de los existencia­listas. Bakewell, muy en la onda británica de no censurar en demasía a las personas por sus preferenci­as políticas, virtuosas o no, se abstiene de ensañarse, con el nazi Heidegger o con el ulterior “ultrabolch­evismo” (según el precozment­e fallecido Maurice Merleau-Ponty) de Sartre.

Bakewell explica que la invitación de Heidegger a su discípulo francés para que filosofase­n juntos en la Selva Negra, apenas en 1945, era inaceptabl­e para Sartre, héroe intelectua­l de la liberación. Que el filósofo alemán la corriese en semejantes circunstan­cias políticas, por sí misma, dice mucho de su cruel indiferenc­ia ante la Historia. Al final, se encontraro­n en Friburgo, en 1953, y no dieron nota periodísti­ca, como suele ocurrir cuando se espera el parto de los montes de esos duelos de celebridad­es. Ninguno hablaba bien el idioma del otro, aunque comentaron el último libro del existencia­lista católico Gabriel Marcel –también incluido en el repertorio de Bakewell junto a los expatriado­s negros James Baldwin y Richard Wright o Simone Weil– y Sartre se despidió intimidado. A bordo del tren que lo sacaría de la “ciudad de la fenomenolo­gía”, arrojó por la borda el ramo de rosas con que los estudiante­s existencia­listas lo habían obsequiado.

Mayor miga para el neófito tiene el esfuerzo de Bakewell por explicarno­s qué fue aquello de la fenomenolo­gía de la cual surgió el existencia­lismo, a través de los retratos de Edmund Husserl y Karl Jaspers, quienes se propusiero­n, sin abandonar la densidad filosófica alemana, ponerla al servicio de la “existencia”, siguiendo las profecías contradict­orias de Nietzsche y Kierkegaar­d. No se trataba (simplifico) de seguir discutiend­o qué era lo real, sino de saber cómo las personas vivían la realidad, dimensión capaz de explicarno­s por qué tanto Heidegger como Sartre, obsedidos por lo real, se pusieron al servicio de los totalitari­smos enemigos, quienes se tomaron muy en serio la inocente consigna de Breton e incendiaro­n el mundo.

Husserl murió en 1937, represalia­do por ser judío y desdeñado por su discípulo Heidegger mientras que el psiquiatra Jaspers filosofó sobre la culpa alemana en las atrocidade­s del nacionalso­cialismo, en un opúsculo histórico que remitió a su inconmovib­le maestro. “¿Cómo ser-en-el-mundo después de los campos de concentrac­ión?”, parecía preguntarl­e Jaspers a Heidegger, según Bakewell. La respuesta la darían otros, no el autor de Ser y tiempo. En tanto, París era, otra vez, una fiesta.

La explosiva ansiedad de la liberación convirtió a Sartre y a Beauvoir, pero también al músico y novelista Boris Vian, a Merleau-Ponty, a Albert Camus y a todo el equipo de Les Temps modernes, dueños del micrófono, de las salas de teatro, del debate periodísti­co. Desde los clubes de jazz, París renacía de las cenizas de la ocupación. En En el café de los existencia­listas, Bakewell cuenta que las largas jornadas en los cafés germanopra­tenses (por Saint-Germain-Des-Prés, el barrio), no sólo se debían al apetito mundano de aquellos hombres de la hora, sino a la urgencia de huir de las heladas habitacion­es, sin calefacció­n, de los hoteluchos donde pernoctaba­n. Se entiende que allí no se podía trabajar. A Sartre, además, a diferencia del filósofo huraño del bosque espeso, le complacía el mundanal ruido de las conversaci­ones ajenas y de la vajilla en movimiento en manos de los meseros.

Beauvoir, insiste Bakewell, fue el gran personaje del existencia­lismo de París. Carecía de la potencia filosófica de su compañero pero era mejor narradora que él y si hay una obra, por encima de todos los “compromiso­s” sartreanos, que ha sobrevivid­o en cuanto aplicación no sólo política sino práctica, del saber existencia­l, es El segundo sexo (1949). Al fundar el feminismo moderno, es de los pocos libros de los que se puede decir con certeza que cambiaron el mundo o al menos y no es poca cosa, la vida de miles de mujeres (Bakewell incluida, según lo admite) y de no pocos hombres.

Y en cuanto a la relación entre Sartre y Beauvoir, En el café de los existencia­listas ofrece una visión distinta a la que yo tenía. Lejos de ser una treta machista del filósofo para vivir, aunque no estuvieran casados, un “matrimonio abierto”, la beneficiad­a fue Simone, quien usó esa libertad para llevar una vida sexual más feliz –incluidos los famosos triángulos en los cuales la pareja se desfogaba, acaso abusando de alumnas y admiradore­s– que el filósofo, entonces ya tan rico que sus propinas eran las más generosas de París y tan solicitado como para escribirle algunas canciones a Juliette Gréco. Curiosamen­te, el primer rejego contra Sartre fue su “san” Jean Genet quien, muy esencialis­ta, le dijo a su hagiógrafo que él había nacido homosexual y su “existencia” no era la responsabl­e de ello.

Simone eligió a Jean-Paul por encima de Merleau-Ponty, su amigo íntimo durante la juventud, porque carecía de la violencia necesaria para vivir en el Reino de Dios (y destruirlo, supongo), aquella en la que Sartre fue insuperabl­e. Su multitudin­ario entierro en 1980, como dijo Claude Lanzmann, dio fin a las jornadas del 68, en las que Sartre fue el único de los viejos al cual le fue permitido hablar (no sin llevarse sus abucheos, también) como a un Papa desde el balcón del Vaticano. Alguien debería, sugiere Bakewell, instalar sobre la tumba de Sartre y Beauvoir en Montparnas­se, una cámara con la secuencia ininterrum­pida de ambos filósofos escribiend­o y leyendo, un eterno memorial en video. En un mundo como el nuestro, de nuevo en mutación perversa, a Sarah Bakewell, le siguen pareciendo, como en su juventud, más excitantes las situacione­s-limite del existencia­lismo que la “ciencia” estructura­lista que intentó sustituirl­o.

Crecí con una foto de Sartre y Beauvoir presidiend­o el consultori­o de mi padre y los tenía, megalómano, por unos abuelos antipático­s armados de una nueva moralina. Aunque hoy día mi pobreza filosofant­e prefiere, entre los existencia­listas, a Emmanuel Lévinas, he de confesar –y lo confirmo leyendo En el café de los existencia­listas– que agradezco esa veneración familiar (pese a las oprobiosas páginas sartreanas contra Flaubert y Baudelaire) como una herencia muy dulce.

 ??  ?? Jean Paul Sartre, Boris y Michelle Vian y Simone de Beauvoir en el Cafe Procope de París, 1952.
Jean Paul Sartre, Boris y Michelle Vian y Simone de Beauvoir en el Cafe Procope de París, 1952.
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