No es normal
La capacidad para identificar y denunciar lo anormal, lo incorrecto y lo inmoral es uno de los grandes logros de la sociedad mexicana durante los años nefastos del peñanietismo. Contrario a lo que ocurría en tiempos de nula rendición de cuentas, cuando la clase política confiaba en la impunidad que otorga el silencio y la desinformación, los mexicanos aprendimos a quejarnos y a señalar, con toda justicia, los desatinos y los abusos del poder. La sociedad civil, las redes sociales y algunos periodistas fueron implacables con las omisiones y las injusticias de Peña Nieto y su círculo más cercano. Exhibieron y reprobaron la corrupción, los excesos en la vida pública y los tropiezos de los poderosos, además de reclamar el engaño vulgar en la Casa Blanca, los abusos sistemáticos de los gobernadores priistas, el descaro en el caso Odebrecht, el intento de censura a ciertas voces en la prensa, el imperdonable descuido en la investigación de Ayotzinapa, la indignidad en la invitación a Donald Trump a visitar Los Pinos y un largo etcétera que, con el paso de los años, derivaría en el repudio generalizado que concluyó en el merecido descrédito de ese proyecto de gobierno.
El proceso democrático requería el valor de señalar, con toda claridad, la injusticia, la conducta poco democrática, la manipulación y, claro, la calumnia. Se trató, pues, de combatir todo lo que fuera en contra del andamiaje legal, institucional y democrático que tanto había costado construir; todo aquello que no era normal.
Por desgracia, muchas voces que contribuyeron a la denuncia sistemática de lo anormal durante el peñanietismo han preferido abandonar su vocación crítica para sumarse, con entusiasmo inusitado, a las filas del poder en turno. Para el resto de la sociedad, el camino al fortalecimiento democrático está en el mismo ejercicio implacable de denuncia que comenzó durante el gobierno de Enrique Peña Nieto. De cara al poder, y mucho más frente al poder casi absoluto que despliega el presidente López Obrador, la obligación está, de nuevo, en la identificación constante de todo lo que no es normal.
En los seis meses desde la elección, el nuevo gobierno ha incurrido en una larga lista de acciones y decisiones anormales. Las consultas para decidir la cancelación del aeropuerto, el tren maya y otra decena de proyectos no fueron ejercicios democráticos. La democracia directa no es lo mismo que la dirigida y las consultas, que han vulnerado incluso el mínimo rigor, no son normales ni deseables en el fortalecimiento de la confianza en la democracia. El manejo de las consecuencias de la interrupción del aeropuerto tampoco ha sido normal. Vulnerar voluntariamentelaestabilidadeconómicadeunpaíssolo para cumplir un capricho político no es aceptable. Tampoco es correcto —ni normal— la constante pelotera que incita el presidente. No reconocer la asimetría elemental entre el poder y quien lo critica no es normal. Tampoco es normal que funcionarios públicos insistan en el protagonismo pugilístico en redes sociales, descalificando a las voces divergentes con un ánimo evidente de amedrentamiento. El poder no está para intimidar a la crítica; está para argumentar con ella desde el respeto y la tolerancia absoluta. Lo contrario, insisto, no es normal.
Por supuesto, tampoco es normal vulnerar la división de poderes ni, mucho menos, espolear el linchamiento del poder autónomo. No es normal incendiar los ánimos sociales acusando a los magistrados de defender privilegios salariales cuando lo que está en juego realmente es la independencia plena del Poder Judicial. Aunque haya jilgueros que pretendan insistir en lo contrario, no es normal la confrontación entre el legislativo y la Corte.
Señalar con claridad lo anormal no implica oposición ni mucho menos enemistad hacia el gobierno lopezobradorista. Si una decisión es ilegal, el presidente debe acatar el fallo de la justicia. Hacer lo contrario no es normal y ni siquiera un triunfo mayoritario supone la capacidad mágica de normalizar lo anormal.
Hasta para las transformaciones más profundas hay modos, comenzando por el respeto a la minoría, que en este caso no es desdeñable (47% de los mexicanos no votaron por el presidente López Obrador). No es normal el “me canso ganso”, ni el “no han entendido”, ni el “aunque se resistan”. De ser otros tiempos, cualquiera de esos desplantes habrían merecido reprobación inmediata.
El escepticismo y la crítica abonarían más a la renovación moral de México que cualquier genuflexión irreflexiva. Nos costó años llamarle por su nombre a lo anormal y rechazarlo como es debido. No cerremos los ojos ahora.