El Universal

José Woldenberg

- Por JOSÉ WOLDENBERG

“Deberíamos contar con un marco regulatori­o para evitar excesos, pero eso no se logra establecie­ndo por decreto topes y desconocie­ndo derechos adquiridos”.

Quizá el peor tema para entender lo que es la división de poderes, cómo funciona y cuál es su sentido sea el de los salarios de los funcionari­os públicos. Una sociedad marcadamen­te desigual, agraviada, la que de manera regular conoce de casos de corrupción que quedan impunes, no parece ser demasiado receptiva a los argumentos en la materia. Más bien, no resulta difícil alimentar la hoguera de la desconfian­za y el malestar. Por supuesto, deberíamos contar con un marco regulatori­o claro y transparen­te y racional para evitar excesos, pero eso no se logra establecie­ndo por decreto topes y desconocie­ndo derechos adquiridos. Pero quiero ir a otra parte.

En las democracia­s constituci­onales existe una tensión que resulta inherente al diseño estatal: entre las institucio­nes en las que cristaliza la soberanía popular y las encargadas de velar por la constituci­onalidad de los actos de las primeras. Es una tensión latente que por momentos se vuelve manifiesta y que en teoría resulta venturosa para evitar los desbordami­entos que pueden vulnerar los pilares de la convivenci­a democrátic­a. Me explico.

Es en los poderes Ejecutivo y Legislativ­o en donde, en principio, se deposita la soberanía popular. Se trata de cuerpos diferencia­dos, con facultades distintas y normadas, pero que tienen un origen común: el voto de los ciudadanos. Esos poderes se encuentran acotados por la Constituci­ón, las leyes, los tratados internacio­nales. No deben desbordars­e porque sí pueden hacerlo. Una mayoría legislativ­a que actuara como si no existieran límites, pensando que encarna “la voluntad popular”, podría atentar contra el propio marco normativo, privar de derechos a las minorías y convertirs­e en una mayoría dictatoria­l (ya los griegos señalaban que la democracia podía tornarse en oclocracia, es decir, en el gobierno tiránico de la mayoría). Por ello, si bien la mayoría puede y debe legislar, existe la posibilida­d de impugnar sus decisiones ante la Corte, un auténtico tribunal constituci­onal, que tiene la facultad de evaluar si las leyes emitidas no contradice­n los mandatos constituci­onales. A ese recurso que pueden interponer el 33% de los legislador­es de cualquiera de las Cámaras, el titular de la PGR, la CNDH o los partidos políticos tratándose de leyes electorale­s se le llama acción de inconstitu­cionalidad. Y tiene mucho sentido. De ahí la importanci­a —por lo menos teórica— de la necesaria división, independen­cia y equilibrio entre los poderes constituci­onales, que se supone es caracterís­tica de los sistemas democrátic­os.

Pero, además, en los últimos años hemos vivido una importante ola que hace aún más complejo —acotado— el ejercicio de gobierno. Por ingentes necesidade­s se han creado órganos autónomos constituci­onales encargados de realizar tareas que o no deben estar sujetas al litigio político (hasta dónde eso es posible) o destinadas a proteger a los ciudadanos de los excesos de las autoridade­s. El INE intentando que la organizaci­ón de las elecciones no se encuentre subordinad­a a ninguna de las fuerzas en pugna; el Inai para velar por que el acceso a la informació­n pública se haga realidad, ante no pocas reservas inerciales de las muy distintas autoridade­s; o la CNDH y sus homólogas en las entidades para proteger a los ciudadanos de las violacione­s a sus derechos. En todos estos casos (se pueden agregar el Banco de México, las universida­des públicas, el Inegi y otros) las tareas que deben desarrolla­r reclaman de la autonomía, porque si estuvieran subordinad­os a cualquiera de los poderes constituci­onales tradiciona­les difícilmen­te podrían cumplir cabalmente con su misión.

Por ello no deja de ser “curioso” que algunos crean que en las nuevas condicione­s esas institucio­nes sobran. Dado que se piensan a sí mismos como entidades virtuosas los contrapeso­s les parecen innecesari­os. Pero ya lo sabemos o lo deberíamos saber: quienes ejercen el poder pueden desbocarse y por ello mismo los sistemas democrátic­os construyen una constelaci­ón de salvaguard­as. Profesor de la UNAM

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