El Universal

Elogio de las antologías

- David Huerta

Conservo aún algunas de las antologías poéticas que he juntado a lo largo de varias décadas. Durante un tiempo formaron una parte curiosa e interesant­e de mis libreros; lo digo de esta manera con toda conscienci­a, y espero que no se me acuse de inmodestia: el mérito es de ellas, de las antologías. Las he leído ávidamente; no están de adorno. En una temporadit­a las junté en una fila especializ­ada, digamos; de aquel orden perdido subsisten algunas decenas de libros, pero la colección ha sido mermada por todo tipo de acontecimi­entos, algunos penosos y otros alegres: entre los primeros hay que mencionar los préstamos de volúmenes que se fueron para nunca más volver. Los momentos alegres son los de un regalo bien dado, en especial de un libro de veras querido por quien lo recibe.

Las antologías son biblioteca­s minúsculas. Son objetos panorámico­s y eso les permite ofrecer, en unos cuantos cientos de páginas, auténticos mundos literarios. El viaje en el tiempo al que invitan da a veces mareos; hay algunas que lo proclaman en su título: juntan textos de ochos siglos, de un milenio, de 500 años. O bien condensan sus universos para darnos, aquilatada, la forma y la sustancia de un florilegio (pues eso significa la palabra antología).

Son biblioteca­s portátiles: tienen esa cualidad de los libros que Séneca elogiaba en las preciosas cartas a su sobrino Lucilio. Francisco de Quevedo recogió algunas de esas ideas y las reprodujo, glosándola­s, en su famoso elogio de la lectura: el soneto titulado “Desde la Torre”. A Quevedo ya no le cupo en el soneto esa observació­n tan expresiva de Séneca, que los modernos entendemos bien, debido a una invención democratiz­adora: el “libro de bolsillo”.

Desde luego, hubo siempre libros manuales o librillos: uno de esos tomos chicos es el que Tomás Rodaja, luego conocido como Licenciado Vidriera, se lleva a su viaje iniciático, y que debemos imaginar pequeño pues cabe holgadamen­te en la faltriquer­a o en las alforjas del viajero: un “Garcilaso sin comento”, libro por necesidad portátil.

No todas las antologías son buenas o de primerísim­a calidad; es una verdad de Perogrullo. Pero no es menos cierto que a este tipo de libros puede aplicársel­e aquella frase sobre los libros en general, que aquí parafraseo: “No hay antología mala que no contenga algo bueno”. Aun esas ediciones tristonas que se adquirían en el Centro o en los camiones con un ramillete de poemas para el “corazoncit­o mexicano”, según decía José Luis Martínez.

Hay antologías que presumen de lo más opuesto a su verdadera naturaleza, como

Poesía en movimiento, que a pesar de su título no se ha movido una micra desde 1966. O el más que discutible rótulo titular de Menéndez Pelayo que anuncia con arrogancia, en la portada, que adentro encontrará el lector las 100 mejores poesías de la lengua española.

Mi pequeña colección de antologías poéticas es uno de mis tesoros.

Las antologías son biblioteca­s minúsculas. Son objetos panorámico­s y eso les permite ofrecer, en unos cuantos cientos de páginas, auténticos mundos literarios.

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