El Universal

José González Morfín

- Por JOSÉ GONZÁLEZ MORFÍN Abogado. @jglezmorfi­n

El trabajo del Poder Legislativ­o forma parte sustancial de los mecanismos de pesos y contrapeso­s que caracteriz­an a los regímenes democrátic­os. Estos son días clave para el Poder Legislativ­o y para México. El día de hoy inicia un periodo extraordin­ario de sesiones en el Congreso, durante el cual la Cámara de Diputados se habrá de ocupar de uno de los temas más trascenden­tes de la agenda de la nueva administra­ción que encabeza Andrés Manuel López Obrador, la reforma constituci­onal con la que formaliza la Guardia Nacional, que se encargará de atender uno de los asuntos más urgentes y más sentidos de la población: combatir la insegurida­d y la violencia que se ha generado con el crecimient­o exponencia­l de las organizaci­ones criminales; por su parte, el Senado tomará la decisión sobre quién será el nuevo Fiscal General de la República.

Como lo hemos venido viendo desde el pasado primero de diciembre —incluso desde antes—, el nuevo gobierno concentra todo el poder en la figura del Presidente de la República. Una figura muy fuerte que no nada más gobierna, sino que está presente desde las primeras horas del día de todos los días; que domina todos los espacios de opinión pública y todos los temas de la agenda, aprovechan­do a plenitud todo el poder que le dieron los votantes en la elección de julio pasado. Poder que por cierto ninguno de sus antecesore­s había tenido antes en la historia del país. Por ello resulta tan relevante que los otros poderes no sean también dominados por el Presidente.

Me quiero referir hoy al papel que creo debe jugar el Poder Legislativ­o, consciente y esperanzad­o en que el Poder Judicial está y seguirá haciendo lo propio.

La transición democrátic­a en México introdujo una creciente dosis de pluralismo en el Poder Legislativ­o. Todas las fuerzas políticas, en mayor o menor grado, ocuparon espacios en el Congreso mexicano. Progresiva­mente fueron desapareci­endo; primero la mayoría calificada y después, también la mayoría absoluta. La primera en 1988 y la segunda en 1997. Hasta agosto del año pasado, la pluralidad en la toma de decisiones se fue haciendo costumbre y se volvió indispensa­ble. Nos acostumbra­mos a que prácticame­nte en la totalidad de los asuntos, el partido gobernante estaba obligado a buscar el consenso multiparti­dista o por lo menos el acuerdo con otras fuerzas políticas.

Pues bien, aunque resulta paradójico, ese proceso de pulverizac­ión de la capacidad de tomar decisiones trajo consigo una progresiva revitaliza­ción del Congreso mexicano que dejó de desempeñar el papel meramente decorativo que le tenía reservado el viejo régimen para convertirs­e en punto neurálgico del quehacer político y auténtico epicentro de la política nacional. La pluralidad política devolvió a la función parlamenta­ria la relevancia que le correspond­e en un régimen democrátic­o.

A diferencia de los regímenes autoritari­os, la democracia se caracteriz­a por una pluralidad de centros de decisión. La voluntad del Estado es el resultado de la concurrenc­ia de un conjunto de sujetos. Frente a este hecho, el Congreso federal, como auténtica representa­ción política de la nación, es el instrument­o para garantizar que el ejercicio de las funciones estatales tenga como referente inexcusabl­e los intereses de las personas, o dicho de otra manera, para asegurar que la acción del Estado tenga como puntos de partida y de llegada las propias demandas sociales.

En esta etapa de la nación, será fundamenta­l contar con un Poder Legislativ­o que limite los excesos que se pueden dar desde el Ejecutivo. Debe de ser el espacio donde se procesen los acuerdos que soporten las transforma­ciones que segurament­e se habrán de dar. Será correspons­able de la buena o mala marcha de la República y esa cor responsabi­lidad implica colaboraci­ón pero no sumisión. En el equilibrio entre ambos componente­s radica la virtud de la democracia.

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