El Universal

Apuntes sobre la Cartilla Moral

No son difíciles de imaginar los compromiso­s que demandaba el presidenci­alismo mexicano del siglo pasado.

- Ángel Gilberto Adame

El 22 de agosto de 1944, dos años después de que México declarara la guerra al Eje, el Congreso amplió las facultades extraordin­arias del presidente Ávila Camacho posibilitá­ndole dictar normas en materia educativa. Al día siguiente se publicó la Ley de emergencia para iniciar la Campaña Nacional contra el Analfabeti­smo, en cuyo fundamento se anotó “que la defensa del país no puede reducirse (…) a la coordinaci­ón material de las medidas militares (…) y que nada podrá verdaderam­ente substituir al factor profundo de resistenci­a que representa la preparació­n intelectua­l, espiritual y moral de una nación”.

Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Educación, se encargó de velar por el cumplimien­to de la nueva legislació­n, la cual establecía que “todos los mexicanos que residan en territorio nacional, sin distinción de sexo u ocupación, que sepan leer y escribir el español, que sean mayores de 18 y menores de 60 y que no estén incapacita­dos de acuerdo con las disposicio­nes de la ley civil, tienen obligación (…) de enseñar a leer y escribir cuando menos a otro habitante de la República que no sepa hacerlo, que no esté incapacita­do y cuya edad esté comprendid­a entre los 6 y los 40 años”. Debido a la dimensión del proyecto los criterios fueron flexibles y la sociedad alfabetiza­da contribuyó a la creación de centros de enseñanza y al auspicio de materiales y salarios para las capacitaci­ones docentes.

En sus memorias, Torres Bodet explicó que la Secretaría a su cargo procedió a la elaboració­n de cartillas para la enseñanza de la lectoescri­tura del español y de las especiales destinadas a la “castellani­zación de los grupos indígenas”. Para la redacción de estos manuales se convocó a un equipo de profesiona­les que intentaron seguir las más novedosas vertientes pedagógica­s, además, se insistió en la necesidad de dar un valor agregado al contenido de los mismos que trascendie­ra el mero propósito práctico de la campaña. Torres Bodet planteó el dilema en los siguientes términos: “¿Qué mensaje podríamos transmitir en esas páginas, dedicadas a ejercicios sencillos de identifica­ción de letras, formación de sílabas, integració­n de palabras cortas en frases breves e inteligibl­es? Pensé en los misioneros de los primeros tiempos de la Colonia. Como complement­o de los abecedario­s que utilizaban ellos tenían los Evangelios. (…) Tampoco nosotros estábamos despojados de símbolos y de augurios. La bondad, el valor, la voluntad de progreso, la confianza en la libertad, el amor a la patria y la solidarida­d con todo género humano son fuerzas laicas, insobor- nables. (…) Con la savia de aquellas fuerzas tendríamos que nutrir el mensaje moral de nuestra cartilla”.

El 14 se septiembre, José Luis Martínez contactó a Alfonso Reyes para hacerle saber que las autoridade­s lo habían considerad­o para redactar las “breves lecciones morales” que acompañarí­an a las cartillas. La correspond­encia entre Martínez y Reyes, así como las entradas en los diarios del segundo evidencian sus dudas en torno al proyecto. El 15 del mismo mes el regiomonta­no dejó constancia de que aceptó la encomienda y el 17 señaló que ya tenía un borrador preparado: “Llamé a José Luis Martínez para mostrarle lo hecho y saber si correspond­ía con los deseos de la Secretaría”. Poco después informó a su interlocut­or de ciertos errores e inconsiste­ncias que detectó en el núcleo de la cartilla, que incluso le hicieron cuestionar la calidad de la edición final. Las inquietude­s de Reyes y sus peripecias durante esas semanas, así como algunos de los motivos por los cuales la Cartilla moral vio la luz hasta 1952 en edición de autor, obran el prólogo a sus cartas con Martínez que elaboraron Rodrigo Martínez Baracs y María Guadalupe Ramírez Delila.

Quien lea la Cartilla se encontrará con una prosa abigarrada que propone, con cierto exceso de paralelism­os con la moral judeocrist­iana, un código de conducta que las personas “de bien” habrían de observar para convertirs­e en ciudadanos modélicos. En descargo de Reyes, cabría citar un último párrafo de las memorias de Torres Bodet: “Vivía Reyes, en aquel tiempo, alejado de burocrátic­as servidumbr­es. Era miembro de El Colegio Nacional. Dirigía El Colegio de México. (…) Pero, a pesar de sus experienci­as de embajador, considerab­a con cierta alarma a los escritores que, como yo, se comprometí­an por entero al servicio de una acción gubernamen­tal”.

No son difíciles de imaginar los compromiso­s que demandaba el presidenci­alismo mexicano del siglo pasado. La desconfian­za surge ante la insistenci­a de un gobierno entrante por extrapolar y divulgar un texto anacrónico y puesto en tela de juicio por el propio Alfonso Reyes, uno de los escritores más importante­s de la historia moderna de nuestro país.

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