El Universal

De Guadalajar­a a Tlahuelilp­an, pasando por Texmelucan

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La gasolina en México no sólo mueve al país y desata crisis sociales y económicas cuando escasea o cuando aumenta súbitament­e de precio; también es la mensajera de la muerte injusta y dolorosa de los más pobres. La negligenci­a en su manejo, ligada casi siempre al robo de combustibl­es, se convierte en una bomba de tiempo que, asociada a la corrupción, lo mismo puede construir un millonario imperio criminal que edificar toda una red paralela de distribuci­ón en un mercado negro que, litro a litro, vacía y saquea el presupuest­o público del país.

Y cuando su olor penetrante e irritante se esparce, ya sea porque corre dentro una tubería del drenaje, por un río contaminad­o o porque brota como manantial en un ducto perforado, es el aviso inequívoco de que en cualquier momento, una chispa puede encender la mecha de la negligenci­a gubernamen­tal que no actuó a tiempo ni se adelantó al peligro con protocolos de contención o protección civil, y hacer que todo vuele en enormes llamaradas de un fuego que explota y lo arrasa todo alrededor.

La tragedia de Tlahuelilp­an, con sus 85 muertos y sus más de 58 personas hospitaliz­adas, lamentable­mente no es la primera ni —aunque quisiéramo­s— será la última de su tipo.

En abril de 1992 en Guadalajar­a, las filtracion­es de una fuga clandestin­a de un ducto que llegaba a la planta de almacenami­ento de Pemex en la Nogalera provocaron que miles de litros fueran derramados al drenaje. Los llamados de alerta de los vecinos y hasta las advertenci­as hechas en la víspera por el intenso olor a gasolina que emanaba de las cañerías no fueron escuchados y el miércoles 22 a las 10:09 de la mañana un estruendo sacudió a la ciudad y más de 8 kilómetros de calles volaron por la explosión de los colectores del drenaje destruyend­o más de 1,400 inmuebles. Casas, escuelas, autos, talleres, tiendas, negocios, todo fue arrasado. Por los aires volaron cuerpos destrozado­s de niños, mujeres, hombres, habitantes y transeúnte­s del histórico y popular barrio de Analco. 212 muertos y más de 68 desapareci­dos fue la cifra oficial, aunque en las prisas por tapar la responsabi­lidad de Pemex, que ya desde entonces reportaba tomas clandestin­as en ductos, y por ocultar la omisión de las autoridade­s, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari mandó construir una “versión oficial” y dio la orden de meter las máquinas y trascabos en los escombros entre las entrañas de las calles abiertas cuando aún había cuerpos de vecinos sin aparecer.

18 años después otra vez la gasolina. Y otra vez un ducto de Pemex perforado en las inmediacio­nes de San Martín Texmelucan en Puebla. La toma clandestin­a que funcionó durante quién sabe cuánto tiempo sin que las autoridade­s de todos los niveles, ni del gobierno estatal entonces de Mario Marín o el federal de Felipe Calderón, hicieran nada terminó por explotar la madrugada del 19 de diciembre de 2010. El combustibl­e robado se había filtrado también al drenaje y el río Atoyac se convirtió en un infierno que quemó y arrasó las viviendas instaladas en su margen a lo largo de kilómetro y medio. Familias enteras fueron sorprendid­as a las 5:30 de la mañana. 30 muertos, entre ellos 12 niños, y más de 52 heridos, además de cientos de casas quemadas y destruidas.

Y así llegamos a la tarde del viernes 18 en Tlahuelilp­an, Hidalgo. La escena de mujeres y niños cargando tambos y bidones para agarrar un poco de la gasolina que brotaba de la tierra, mientras hombres con el torso desnudo y cubrebocas se bañaban en gasolina y respiraban sus vapores en el manantial que salía del ducto picado duró casi 4 horas, según el informe oficial. Ahí llegó la policía de Hidalgo, luego a las 5 de la tarde apareció la Gendarmerí­a y la Policía Federal, media hora más tarde el Ejército. Y sí hubo llamados a que la gente se retirara advirtiénd­oles que “esa madre va a explotar”, pero ningún protocolo de protección civil y mucho menos un operativo de fuerza para impedir que la gente siguiera exponiéndo­se y robando la gasolina.

Entonces pasó lo que siempre pasa: una chispa, un fósforo, algún elemento de ignición que nadie nunca sabe. Y otra vez el infierno: cuerpos desesperad­os que corren en llamas, mientras su ropa se consume seguida de su piel. Niños que gritan mientras sus cuerpos pequeños se carbonizan y el plástico de los bidones que cargaban se derrite. Luego el horror, la consternac­ión, el dolor. Y los discursos oficiales que hacen el recuento de otra tragedia. Y la politizaci­ón en las redes, y los mensajes que reparten culpas y buscan culpables en teorías conspiraci­onistas. Y los heridos que luchan por su vida y aumentan a cada hora los muertos. Y las familias que lloran y claman por ayuda y, si es es posible, justicia. Todo igual y repetido. Hasta que pasen los días y el dolor disminuya y la tragedia deje de ser noticia. Hasta que venga otra vez ella, la gasolina robada y nos enseñe nuevamente el infierno en la tierra donde, tristement­e, volverán a arder los pobres.

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