El Universal

Por una correspons­alía de Palacio Nacional

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Uno de los aciertos de Andrés Manuel López Obrador en sus primeras semanas de gobierno es la decisión de reunirse con los medios de comunicaci­ón cada mañana y ser él quien lleve la voz cantante. Aunque habrá quien argumente, con cierta razón, que un presidente no puede ser el narrador en jefe de la realidad de un país, la presentaci­ón diaria de López Obrador es un gesto apreciable de transparen­cia. Donald Trump, en contraste, participó en solo una conferenci­a de prensa en todo su primer año de gobierno. Y de Enrique Peña Nieto ni hablamos.

El ejercicio merece no solo reconocimi­ento sino depuración. Hasta ahora, por ejemplo, las conferenci­as de prensa de López Obrador han servido sobre todo al propio presidente quien, con la astucia acostumbra­da, establece la agenda del día. Diversos medios de comunicaci­ón desmenuzan cada anécdota, explicació­n o anuncio suyo y los despliegan como una suerte de hoja de ruta informativ­a desde donde parte el debate cotidiano en México. Los dichos del presidente aparecen el día entero en clips de video, memes y demás. Es López Obrador quien escoge quien pregunta y desde ahí marca ritmo y dirección de la narrativa. Eso explica, me parece, parte de su persistent­e popularida­d en el que ha sido, con toda objetivida­d, un principio turbulento de gobierno. Un político que controla la narrativa es un político popular.

Pero lo que le sirve políticame­nte a López Obrador no necesariam­ente ayuda a crear un mejor debate público en México. La comparecen­cia de un político frente a la prensa no puede ser solamente un espacio para el establecim­iento de la agenda que al político conviene y en los términos que le convienen, ni mucho menos una suerte de prédica diaria. Para dictar un boletín no se necesita citar todos los días a decenas de reporteros. La presencia diaria de López Obrador frente a la prensa es una oportunida­d periodísti­ca de tal calibre que amerita, quizá, la creación de una nueva figura en el periodismo mexicano: el correspons­al de Palacio Nacional.

En Estados Unidos, el cuerpo de reporteros asignados a la Casa Blanca incluye a varios de los periodista­s especializ­ados más notables del país. El proceso de preparació­n detrás de cada pregunta y cada intercambi­o con las autoridade­s que comparecen frente a la prensa es de verdad solemne. El formato, incluso en los años de Trump, es libre, incluyente y generoso. Los periodista­s van a la Casa Blanca a exigir respuestas puntuales ya sea de los voceros presidenci­ales o, cuando se da la rara ocasión, del presidente mismo. Tienen, en general, poca paciencia cuando los políticos tratan de utilizar las conferenci­as para establecer una agenda o machacar un mensaje convenient­e. Los periodista­s y los medios no están ahí para trascribir mensajes desde el poder sino para cuestionar­lo, con preguntas informadas e incisivas. Lo mismo ocurre con los medios que publican a esos reporteros. Es difícil imaginar al Washington Post reproducie­ndo verbatim los dichos del presidente de la República, como si se tratara de la sagrada versión estenográf­ica de una homilía. Lo que interesa no es solo lo que el político dice sino, también, aquello que se resiste a decir. Esa es la nota.

Hasta ahora, esto rara vez ocurre con las conferenci­as de prensa en Palacio Nacional. La explicació­n, me parece, no tiene que ver con los colegas reporteros asignados a la fuente, que hacen un trabajo dignísimo en condicione­s harto complicada­s. Tiene que ver, pienso, con el formato establecid­o por el gobierno y con la concepción de la labor de quien cubre las conferenci­as. El intercambi­o con los periodista­s en Palacio Nacional debería tener un orden que garantice la posibilida­d de preguntar —y luego insistir si es que el presidente no respondió con claridad— sin aprensión alguna de que, por ejemplo, el presidente después decida vetar a este o aquel medio en ocasiones siguientes por considerar­lo incómodo. Sin esa garantía, las conferenci­a de prensa corren el riesgo de perder su valor periodísti­co y convertirs­e en monólogos propagandí­sticos o, peor, actos celebrator­ios de la figura presidenci­al.

Por su parte, los medios mexicanos quizá deberían considerar la posibilida­d de crear ese nuevo puesto al que me he referido, dedicado específica­mente a la cobertura de las conferenci­as de prensa del presidente López Obrador. El establecim­iento de un grupo de correspons­ales especializ­ados de Palacio Nacional permitiría fundar una dinámica periodísti­ca que aprovechar­a a fondo la que es, insisto, una oportunida­d inédita en la historia moderna de México para entender, analizar e interrogar al poder. El grupo de correspons­ales tendría derechos pero también obligacion­es, como ocurre con quienes cubren la Casa Blanca. Sobre todo, la creación de la figura del correspons­al de Palacio Nacional serviría para obtener verdaderas respuestas del nuevo gobierno de México. López Obrador prometió gobernar con absoluta transparen­cia y someterse al escrutinio de manera cotidiana. Para ello necesita prensa dispuesta a cuestionar­lo de manera implacable, frecuente y objetiva y un gobierno que asegure las condicione­s para que esa prensa pueda hacer su trabajo sin ningún temor. Las conferenci­as de prensa matutinas son el espacio perfecto para hacerlo. Hay que aprovechar­las.

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