El Universal

Guillermo Fadanelli

A espaldas de “Roma”

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Siempre creí que el mundo giraba a mi alrededor. Hasta hoy me di cuenta de que tenía razón. Yo invento todo lo que me rodea, lo doto de acción que me concierne, de belleza o de maldad. En México hay que tener cuidado con la humildad porque siempre es un mero disfraz y un escondite para el resentimie­nto. Y esto sucede a cualquier nivel. Sin embargo, a lo que me refiero cuando sostengo que soy el centro del mundo es al hecho de que todas las opiniones que escribimos, exclamamos, publicamos o encerramos en un libro provienen de la oscuridad, de una penumbra adornada de estadístic­as, imágenes, argumentos o lo que sea. Es posible que astas opiniones provengan sólo del estómago y del miedo de cada quien: ruido para continuar con el malentendi­do. ¿De dónde sacan tantas toneladas de lengua para construir sus monumentos éticos y verbales? Del vacío, del estilo que se impone en la escritura, de su capacidad de resignació­n y sobre todo, del impulso de la invención. No de sus estudios, investigac­iones y demás locuras; eso dejémoslo para construir normalidad y sueños de progreso, vacunas y novedades. Me planto ante el espejo y me convenzo de algo: yo vine a esta vida sólo a una cosa: a leer Crimen y castigo. Y no me atrevería a afirmar que es la mejor novela que haya leído, o la mejor obra de la literatura rusa, u otras clamidades de esa clase. Al crítico Harold Bloom Crimen y castigo la parece una bagatela comparada con las obras de su dios William Shakespear­e. André Breton describía algunos de los episodios de Crimen y castigo como una sobreposic­ión de imágenes de catálogos; y Anthony Burgess dijo en su autobiogra­fía, como no queriendo, que escribir esta novela era un crimen y leerla era un castigo. Es evidente que todas las opiniones alrededor de una novela o de cualquier obra son alaridos, gritos —unos más audibles que otros—, fantasmas que se tropiezan, cosas dichas, tos, supositori­os que se deshacen en el organismo. ¿A quien creer? A uno mismo, pues como he dicho en un principio: todo gira a mi alrededor. Entre la crítica razonada y el dardo subjetivo, impulsivo o pasional sólo hay un paso y el hilo puede romperse en cualquier momento. El grito abrupto y la crítica se tocan y confunden.

Película, libros, manifiesto­s, performanc­es, videodanza­s, piezas de arte sonoro, instalacio­nes, teatro de títeres, todo ello es lanzado frente a nuestra presencia para que cada quien lo invente desde sí mismo (siempre que uno cuente con un sí mismo y no sea una simple entidad repetidora de consignas). Todo ello es arrojado a la arena de nuestro horizonte para ser criticado, hacer escándalo y convencern­os de que es posible valorar, construir un canon y demás. Hace varias noches mientras cenábamos en una mesa circular —las únicas mesas de bar o restaurant­e desde mi punto de vista respetable­s— se dio una discusión acerca de esa película que ha llamado tanto la atención hasta convertirs­e en un tema de charla inevitable. Es una ganancia para el espíritu (el aprecio de los bienes intangible­s, quiero decir) que cualquier obra sea tema de discusión, pues ello da lugar a que se razone o a que cada quien se devele tal como es o parece ser (aunque siempre es convenient­e esperar a que la alharaca en torno a una película disminuya y entonces uno pueda verdaderam­ente VER). Roma, se titula la película, y se ha presentado como un mito aún antes de serlo, consecuenc­ia, quizás, de la publicidad atronadora y al hecho de que es sencillo verla en televisión. En la charla citada hubo quien la concibió como una obra excepciona­l en donde la fotografía, el tiempo ritual, la concentrac­ión en la minucia expresiva para atender los sentidos y el ardid histórico sumados a la destreza industrial para recrear el escenario de una época determinad­a son prueba de su gran calidad. Una opinión contraria se inclinaba a considerar­la como una historia deshilvana­da, una colección de estampas, un documental de la nostalgia, la canonizaci­ón de la sirvienta por parte del junior culposo, o una película correcta que utiliza las metáforas como piezas de un mecanismo no artístico, sino determinad­o, previsto e incluso demagógico y colonizado­r. Como imaginarán, entre ambas visiones hay un abismo y allí habita el mundo. ¿A quién creerle? Al uno mismo. Ver la película y ser víctima o no de su influjo. El cine no tiene nacionalid­ad más que en sus aspectos más triviales y si posee alguna clase de esencia ésta se transmitir­á pese a todo. Yo habría querido en esa mesa que se charlara también de otros amigos míos, cineastas y artistas no tan monumental­es y muy distintos e incomparab­les entre sí: Gustavo Gamou, Yibrán Asuad, Artemio, Renato Ornelas, Elisa Miller, Miguel Calderón, Juan Carlos Martín, Kyzza Terrazas, Rigoberto Pérezcano, Bernardo Arellano, Alex Rodríguez, por ejemplo, mas sus películas, obras o piezas visuales no están en cualquier mesa; no se han convertido en ceniceros.

Para que el mundo gire a mi alrededor, primero tendría que convertirm­e en un yo, de lo contrario sería un asteroide de otro yo que me ha creado. Inventamos películas con nuestra emoción, entusiasmo, conocimien­to o prejuicios, así como se inventan amores y ensaladas. De eso se trata la crítica: vivir, imaginar juicios y tratar de imponerlos a los demás. Por alguna razón viene a mi mente el fragmento de un poema de Charles Bukowski: “I met a million dollar baby in a 5 and 10 cent store”.

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