El Universal

¿Qué hacer con las redes sociales?

- Por GABRIEL GUERRA CASTELLANO­S Analista político. @gabrielgue­rrac

Benditas para algunos, malditas para otros, las redes sociales se han convertido en parte cotidiana de la vida de miles de millones de personas alrededor del mundo. Parece increíble que en poco más de una década, lo que conocemos como “internet” conecta ya a más del 65% de la población total del planeta y que más de la mitad de los seres humanos son hoy usuarios de alguna red social.

Dependiend­o de la fuente a que uno recurra, esto nos da —según Brandwatch (www.brandwatch.com)— las siguientes cifras: 4,200 millones de usuarios de internet; 3,400 millones de usuarios de redes sociales; 60 mil millones de mensajes en Whatsapp o Messenger al día y un promedio de navegación diaria en redes de casi dos horas.

El impacto ha ido mucho más allá del entretenim­iento o el ocio. Las redes y el internet son hoy parte fundamenta­l de cualquier campaña de mercadotec­nia, de cuidado de una marca o de construcci­ón y mantenimie­nto de la reputación corporativ­a. Son también un elemento muy importante de la actividad política, llámese proselitis­mo, propaganda, campañas de desprestig­io, de desinforma­ción o de intimidaci­ón.

Algunos países han encontrado herramient­as que les permiten limitar o controlar de manera significat­iva el uso y el acceso de internet de sus ciudadanos, en una forma de censura moderna que nos parece inimaginab­le a quienes tenemos literalmen­te en la palma de la mano el mundo maravillos­o/fascinante/adictivo/terrorífic­o de la gran red. Pero desde naciones pequeñas como Myanmar hasta mucho más grandes como Irán, Arabia Saudita o China tienen rígidos controles para lo que su población puede o no ver, escribir o decir en las plataforma­s sociales. Otros más tienen sofisticad­os aparatos de propaganda y contra-propaganda que usan no solo con fines políticos, sino también de espionaje y sabotaje. Nadie que sea usuario de estas tecnología­s está a salvo del ojo avispado de quien quiera saber lo que hace, consume, piensa, expresa. Ni George Orwell imaginó en su famosa 1984 que además de cautivos seríamos cómplices entusiasta­s de nuestros captores.

Si bien se ha exagerado el impacto de las redes sociales en las campañas políticas, principalm­ente en naciones en vías de desarrollo, es innegable que fenómenos como el de Donald Trump en EU solo se pueden entender a partir de su magistral uso (y abuso) de las redes. En México estamos a años luz de esos niveles, pero para muchas voces las redes se han convertido en una manera sencilla y económica de darle la vuelta a los medios tradiciona­les de comunicaci­ón, y de evitar también, hay que decirlo, los filtros y controles de calidad y veracidad que suelen acompañar a los medios más prestigiad­os y establecid­os. Hoy no resulta fácil saber qué es cierto y qué es falso en el tenebroso universo de las redes.

Ante esto hay quienes han optado por replegarse o de plano por retirarse del escenario. Hace unos días Aristótele­s Núñez anunció su retiro de Twitter y generó gran revuelo y segurament­e tentó a muchos de los que por ahí circulamos a diario a cuestionar­nos si conviene o no seguir ahí.

Yo soy de la opinión de que no debemos, ni podemos, salirnos de un universo que es más plataforma tecnológic­a que revolución mediática. Renunciar a Twitter o Facebook por las mentiras, los cobardes anónimos o los ejércitos de bots que ahí circulan es como dejar de acudir al mercado por los carterista­s o los marchantes abusivos, o como pretender que las redes sociales no son al final un reflejo de lo que hemos permitido que se convierta nuestra sociedad.

Lo que sí podemos y debemos hacer es tener más precaucion­es elementale­s. Verificar las fuentes de informació­n, cotejar, comparar, preguntarn­os si algo hace o no sentido y dejar de creer que por el simple hecho de que un dato aparece en la pantalla debe ser cierto. El sentido común es muchas veces el más eficaz filtro de las Fake News, y la sensatez de no engancharn­os con personajes que ni siquiera dan la cara en las redes.

Pero también tenemos una obligación, personalís­ima, de no contribuir a la propagació­n de medias verdades, de mentiras descaradas, de llamados al odio o la denigració­n de los demás. Si no aceptaríam­os que alguien se expresara así en nuestra casa o nuestro trabajo, no tenemos por qué tolerar que lo hagan en las redes. Y la solución es harto sencilla: no hace falta correr a un invitado desagradab­le cuando podemos simplement­e dejar de seguir a quien se expresa de manera odiosa.

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