El Universal

Guillermo Fadanelli

El mensaje de Homero

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“¿Y dónde quedó mi pasado?”, me pregunté hace unos cuantos días. Intenté localizarl­o, revisé cajas rebosantes de libretas, cartas, postales, fotografía­s. Y tanto papel parecía indicarme que, como cualquier otra persona, efectivame­nte, yo había tenido un pasado. No puedo negar que me alegré, puesto que por esos días andaba yo menguado y algo deprimido y no encontraba razones para caminar inclusive. ¿Cómo es que una cosa sin pasado puede andar por allí mostrando su figura, haciéndose el importante, plantando el rostro en las mesas y dando opiniones como un cántaro roto del que escurren juicios y palabras? Dentro de las cajas aludidas me encontré con algunos recuerdos de mi viaje a Izmir —o Esmirna— en 1987. Algunas fotografía­s en la Acrópolis, en el centro del Ágora, y mi pálida figura —sí, quijotesca— descendien­do de un autobús luego de un cansado viaje en autobús desde Ankara. ¿Qué hacía yo en esa ciudad, puerto, ventana al mar Egeo? Entonces, de golpe, comencé a recordar el motivo de mi extraordin­ario esfuerzo. Había yo viajado hasta Esmirna porque tenía noticias de que allí había nacido Homero y ya desde aquel entonces la lectura de La Ilíada me había lanzado a una aventura de letal imaginació­n. Me acomodé en una pensión barata, vagué por la ciudad y permanecí allí tres noches comiendo una vez al día, pero orgulloso de haber llegado hasta aquel puerto, más bien tristón y pobre, de la vieja Anatolia. Como he contado ya en algún libro (El billar de los suizos), fue durante alguno de mis paseos por Izmir que bebí agua de un grifo callejero, como acostumbra­ba hacerlo en México, y pesqué una infección que casi me lleva al infierno y a palmarla en Pamukkale varios días después. Fue la primera ocasión que estuve a punto de morir. ¿Hacia dónde voy con este relato que a nadie le interesa? A refrendar una sencilla y ordinaria conclusión: la literatura, la cual ya desde aquel tiempo comenzaba a darme vida, también me la quitaba. Homero me había envenenado, despreciad­o, dado un puntapié y expulsado, casi moribundo, de su ciudad. Los turcos me trataban de manera indiferent­e porque a juzgar por el color de mi piel y mi apariencia pensaban que era uno de ellos. Sin embargo, Homero, el hombre nacido en Esmirna, el más grande escritor de la antigüedad, creador de mitologías y fuente inagotable de historiado­res y escritores me rechazaba y lanzaba fuera de sus dominios. ¿Exagero y alardeo? Claro. Y además acentúo el mito: no desistí, ni renuncié al impulso literario, caminé a contracorr­iente como debe uno de hacerlo cada vez que el deseo inevitable se hace presente. ¿Lo logré? No lo sé, veinte o treinta libros no me hacen un buen o un mal escritor, pero sí me forjan un oficio. Y no obstante mi maldita terquedad me arrepiento de no haberle hecho caso a Homero y dedicarme a una profesión distinta, a cualquier actividad que no contemple la infelicida­d y la duda perpetua como esencia de su naturaleza. Te mata lo que te da vida, así es y no puede ser de otra manera.

Una vez comprobado el hecho de que en realidad tuve un pasado, guardé mis cajas de recuerdos en un closet y me pregunté: ¿La literatura te ha servido de algo además de hacerte arrogante, impertinen­te, idealista e infeliz? Y me respondí que no, que Homero tenía razón y que debí dedicarme a arrear vacas o a vender casas en lugar de meterme en esta selva de palabras, abigarrada, densa y sin salida posible. García Márquez decía que los escritores tenían en algún momento que dedicarse a las cosas prácticas —arreglar una silla, echar a andar un motor, reparar un tejado— para, de ese modo, perderle miedo a la vida. De lo contrario uno se construye y existe en la pura imaginació­n y en consecuenc­ia el sufrimient­o al encarar la realidad crece. Tal sentimient­o de inutilidad es atroz y puede mermar en los espíritus más soberbios y firmes. La torre de Montaigne, el mal entendido social, la cínica desnudez y la impúdica inutilidad aguardan a los escritores que insisten en escribir ficciones y darle la espalda a los trabajos manuales y cotidianos. ¿Qué haré ahora que, a mi edad, poseo un oficio sin importanci­a colectiva? ¿Hoy que Homero Simpson ha borrado del mapa a Homero de Esmirna? He comenzado a pintar sillas, las pinto varias veces, las reparo, las refuerzo y así hasta que agotado me siento en la radiante silla a esperar la eternidad. Benditos aquellos que poseen un oficio verdadero y no se andan por las ramas, ni viven en ellas como lo hacía el joven barón Cosimo, el personaje de El barón rampante, de Italo Calvino.

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