“Normalizar el arte, diversificar la cultura”.
Hace unas semanas celebrábamos el 45º aniversario del Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías, Fonart; subrayamos, entonces, el apremiante reconocimiento que debe hacerse a la cultura popular como rasgo definitorio e identitario de nuestro país. Poco después, tras la publicación de una carta dirigida a la diseñadora Carolina Herrera –donde señalé la apropiación que su reconocida marca de ropa hizo de algunos elementos de la tradición popular mexicana–, se suscitaron muy diversas reacciones: desde un apoyo total a nuestra defensa de los derechos colectivos por el uso de aquellos elementos, hasta el reclamo por impedir que la de Herrera y otras marcas internacionales difundieran, a su modo, nuestra cultura nacional.
Hoy vuelve a discutirse la pertinencia del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), a cuyos numerosos beneficiarios se ha tildado equívocamente de conformar una “casta de privilegiados”. En términos generales, el Fonca tiene el objetivo de “fomentar y estimular la creación artística en todas sus manifestaciones”. Y el Fonart, por otro lado, el de “promover la actividad artesanal del país y contribuir a la generación de un mayor ingreso familiar de las y los artesanos”. Ambos fondos, que ahora conviven en la secretaría a mi cargo, desarrollan su actividad incentivando a creadores individuales y a colectivos de arte y cultura. El Fonca ha dado cabida a las distintas expresiones de la cultura popular en sus premios nacionales de arte y, desde este año, en el programa Jóvenes Creadores; ni qué decir de las lenguas originarias, que hoy son parte orgullosa y protagónica de las disciplinas literarias que conforman el Sistema Nacional de Creadores. El Fonart, en cambio y por su misma naturaleza, centra su función en las artesanías –que Octavio Paz describió magníficamente como objetos para palparse porque están hechos con las manos; a diferencia del arte que admiramos en un museo o galería, cuya materia no puede
ser tocada por el espectador–.
Las dos, arte y artesanía, son expresiones complementarias de lo humano. En las actuales circunstancias, cabe preguntarse por qué una de ellas enfrenta la discusión y la polémica de manera tan reiterada. (Hago aquí referencia a las obras de arte porque sus creadores, auténticos blancos de críticas y señalamientos, son quienes las conciben). Atacar al arte, a las y los artistas, es negar también el valor de la artesanía y de las y los artesanos. Ambos forman las dos caras de una sola moneda indestructible. El arte popular, en cambio, ha tenido el beneficio de una visión paternalista y asistencialista por parte de sus creadores, lo cual, asimismo, ha impedido que las obras resultantes sean atendidas con seriedad por los espacios, los públicos, críticos y gestores de las así llamadas “bellas artes”. Con ello, incluso, se ha impedido la conformación de esquemas económicos para impulsar el desarrollo del arte popular y la prosperidad de las y los artistas populares.
El Palacio de Bellas Artes albergó en sus inicios el Museo de Arte Popular, que abrió sus puertas con una exposición encomendada a Roberto Montenegro. Esa exposición no fue una pura muestra de folclor mexicano, sino una brillante declaración de intenciones: el recinto de las antiguas musas del arte declaraba su identidad plural, cuyas firmes raíces se hallan en las expresiones de los pueblos originarios.
México es un país-crisol de muchas culturas y, por ende, posee una incalculable riqueza en expresiones artísticas. El reto de cualquier política cultural no sólo estriba en reconocerlo, sino en custodiar y enaltecer esa riqueza, estableciendo diálogos como metáfora ideal del mestizaje y el eclecticismo. El propio Palacio de Bellas Artes, por ejemplo –emblema mundial del art nouveau y del art decó–, posee mascarones alusivos a Tláloc y Chaac, dioses tolteca y maya de la lluvia, como elementos protagónicos de su fachada.
Una expresión cultural jamás demerita a otra: la avasallante melancolía de la Sinfonía no. 5 de Mahler corre en paralelo a la refinada nostalgia del vals “Dios nunca muere”, de Macedonio Alcalá. Los encuentros (y hasta los desencuentros) entre las distintas manifestaciones del arte y la cultura enriquecen el proceso creativo. La poesía como “única prueba concreta de la existencia” de la humanidad, en palabras de Luis Cardoza y Aragón, late hondamente en los versos de Sor Juana Inés de la Cruz o Gloria Gervitz, pero también en las décimas jarochas o el canto cardenche.
Suele pensarse que las artes son para unos cuantos entendidos, pero es la decisiva acción del Estado, a través de la educación artística, la creación de públicos y del acceso a la cultura, la que hará posible que el arte sea apreciado por sectores mucho más amplios. Hemos sostenido que garantizaremos el derecho a la cultura; para ello, nos dimos a la tarea de buscar a los agentes culturales de las comunidades más remotas del país, a las que no solo se asiste a fin de desarrollar sus capacidades e inquietudes artísticas, sino a las que se invita a integrar un enriquecedor intercambio entre maestros del arte popular y del contemporáneo. Durante estos días, el Fonca desarrolla el Segundo Encuentro de Jóvenes Creadores en Puebla y en Tlaxcala. En ese último estado, fotógrafos y directores de escena (miembros todos del Sistema Nacional de Creadores) trabajaron con la comunidad de dos municipios; a ella mostraron las posibilidades de transformación de una mirada y una realidad a través de la lente de una cámara o de la expresión corporal; en retribución, los fotógrafos y directores recibieron de dicha comunidad los plenos poderes del ojo y del cuerpo como motores de la vida, la identidad, el trabajo y el arte.
En la Secretaría de Cultura, austeridad no significa menos apoyo a las artes; por el contrario, los estímulos y fondos para impulsar la creación artística no solo están garantizados, sino que aumentaron; por ejemplo, el apoyo a festivales creció de 12 millones de pesos a 110 millones de pesos, pensando que uno de nuestros ejes rectores es redistribuir la riqueza cultural. El cine mexicano vive uno de sus mejores momentos, por ello hemos garantizado el apoyo a festivales, los montos en los estímulos fiscales y el nuevo IMCINE, con espíritu descentralizador, nos acerca nuevas miradas. El diálogo con el mundo es obligado, la austeridad y la eficacia administrativa no se contraponen al intercambio de saberes y prácticas que enriquecen nuestra cultura y amplían nuestro horizonte, gracias al nuevo Consejo de Diplomacia Cultural, creadores de toda índole están teniendo oportunidad de insertarse en circuitos culturales internacionales.
Un sistema más justo de política cultural reconoce la superpotencia cultural y artística que somos desde (y debido a) nuestra diversidad. Tal sistema debe tender puentes para que mundos en supuesta oposición se reconozcan como su mutuo espejo: ese es, a un tiempo, nuestro desafío y privilegio mayores.
*Secretaria de Cultura del gobierno de México