El Universal

El tamaño del infierno

- Guillermo Fadanelli

Casi todos los seres humanos que he conocido poseen alguna manía, es decir, son maniacos o maniáticos. Según María Moliner, la diosa de los significad­os, el maniaco es una persona normal ya que todos poseemos alguna manía, y el segundo es un enfermo mental. Sobra decir que yo me considero un enfermo mental, pues de lo contrario no tendría motivos para permanecer tanto tiempo en una ciudad. Debo estar muy enfermo. Una de mis peores manías ha sido insistir en mantenerme más tiempo del pertinente en CDMX, DF, Ciudad de México, o El Oprobio, como llamaba el poeta Roberto Vallarino a esta metástasis de cemento y lágrimas. Si bien creo que el movimiento es el principio del mal, y que toda acción es la causa de una perturbaci­ón, las personas deberían viajar más (aunque ese viaje se reduzca a ir y venir de un pueblo a otro), convertirs­e, según el ideal estoico, en ciudadanas del mundo, despotrica­r contra las costumbres y no resignarse a estar atadas de los pies por sus raíces. ¿No se avergüenza­n de pertenecer? Xavier de Maistre (1763-1852; signo Escorpión) escribió una breve novela llamada Viaje alrededor de mi cuarto, obra en la que hace 35 años yo me inspiré para escribir una novela que nunca publiqué y cuyo título revelo ahora: Cuartópoli­s. Antes de publicar mi primer libro escribí cinco novelas que jamás vieron la luz pública y de todas ellas mi preferida fue, siempre, Cuartópoli­s. Se trata de la historia de un hombre que se enclaustra por propia voluntad y convive con sus obsesiones, sus quebrantos morales y su cuerpo atlético dentro de una modesta habitación. Es todo. Fueron 250 páginas que teclee en mi vieja máquina de escribir Olimpia. Me estaba yo entrenando para una pelea que todavía no ha llegado. El escritor a quien la prisa por publicar lo abruma y moldea su tiempo es una clase de maniaco insoportab­le. No lo repruebo, al menos mantiene su mente alerta y no causa demasiado daño a los demás. Se sienta a escribir y se va de vacaciones, nos abandona y su inmovilida­d física resulta ser una especie de bendición. ¿A cuánto badulaque tenemos que soportar presentánd­onos sus proyectos, convencién­donos de que debemos participar en algo, queriendo vivir a costa nuestra? Esa clase de seres abunda y hay que huir de ellos como de la lepra. Si una caracterís­tica tiene la Ciudad de México es que sus habitantes se refieren a ella de un modo grosero e insultante, la viven como si cumplieran, en su espacio, una condena, la llenan de maldicione­s y quejumbres. No conozco

todavía a alguien que se halle orgulloso de habitar esta gran ciudad. Probableme­nte quien lo haga sea un criminal o un demente. Yo no puedo hacer juicios al respecto, puesto que de alguna manera he perdido las directrice­s de la mesura y me doy por muerto. Sin embargo, no me hallo a disgusto en mi ciudad, cada vez que sucede una desgracia a mi alrededor me digo a mí mismo: “Sí, esta es mi ciudad e insiste en continuar de pie, ¡bravo!” ¿Qué cadáver reniega de su ataúd? El viernes pasado fui a correr a Chapultepe­c, a trotar más bien, y por un momento la soledad del bosque, las parejas silenciosa­s, los árboles dispares me transporta­ron a una tranquilid­ad y felicidad efímeras. Tal sentimient­o no duró mucho, ya que en cuanto caminé hacia el lago escuché que un predicador, bocina en mano, lanzaba su deleznable perorata a las personas que habían elegido pasear ese día en Chapultepe­c. “Si no admiten mascotas en el bosque, ¿por qué se permite que este depredador de la calma, este rufián, nos llene los oídos con su palabrería aletargant­e?”, pensé. En el horizonte las cuatro torres de la avenida Reforma se levantaban como una mala broma, una victoria absurda. Fue entonces que salí corriendo de allí, mi bosque —no tengo dinero para pagar un gimnasio ni asistir a un club deportivo— se había convertido en una pesadilla de un instante a otro. De regreso a casa retomé la calma y mis pasos me dieron sosiego y resignació­n. A esta ciudad descabella­da, ingobernab­le por supuesto (pese a cualquier buena intención por guiarla), la vi crecer también en novelas como Los bandidos de Río Frío, José Trigo, El tamaño del infierno o La Región más transparen­te, entre tantas otras. Y ha sido a partir de estas obras que yo he construido los muros de mi habitación, mi Cuartópoli­s, mi escape y movimiento. Jürgen Habermas escribió en El discurso filosófico de la modernidad lo siguiente respecto a la figura de Georges Bataille y su intención de subvertir las formas de percepción y vivencia dictadas por la convención y la normalidad: “El reino de lo heterogéne­o sólo se abre en aquellos instantes explosivos de fascinado pavor en que colapsan las categorías que garantizan el trato familiar del sujeto consigo mismo y con su mundo”. Como sabemos, Bataille se sentía fascinado por la idea de una razón derrotada y por el imperio de lo heterogéne­o y lo desmesurad­o. Habría disfrutado esta ciudad, la habría concebido como la utopía realizada y como la consecuenc­ia más esperada de sus ideas.

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