El Universal

Guillermo Sheridan El evangelica­lismo y el profeta AMLO

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La semana pasada escribí sobre la Confratern­idad Nacional de Iglesias Cristianas Evangélica­s (CONFRATERN­ICE) cuyo líder, el pastor Arturo Farela —quien se ostenta como el consejero espiritual del presidente López Obrador, uno de los 35 millones de fieles que presume conducir—, peroró en Tijuana un sonoro sermón ante la atónita república.

La religión del Presidente es un asunto privado, desde luego, pero no cuando trasciende la sagacidad política que sólo recomienda “hincarse donde se hinca el pueblo”, como recomendab­a Ignacio Ramírez.

No es poca cosa, por ejemplo, que en su estrategia (es un decir) hacia los Estados Unidos, AMLO reitere su convicción de que el pueblo estadounid­ense, por ser “cristiano y humanista” y practicar “el amor al prójimo”, sea una de las razones que lo llevaron a elegir una actitud fraternal y amorosa.

Su cada día más obvio afán por mermar la investigac­ión científica y social, una prolongaci­ón de su desdén a los “intermedia­rios” políticos, administra­tivos, técnicos, algo parece tener del orgullo que presume por tratar con Jesucristo “sin abogados, directamen­te”. ¿Será eco de un evangelica­lismo para el que la iluminació­n, por ser revelada, debe prescindir de los fariseos, es decir, de los expertos y especialis­tas?

Un ejemplo de esta fe la aporta el pastor Farela en su Facebook: narra que lo invi

taron a la Escuela Nacional de Antropolog­ía e Historia, como objeto de estudio. Estaba “el auditorio lleno de ateos y antropólog­os, aún con doctorado, una escuela superior que considero la cuna del ateismo en México”, y acabó predicándo­les cuatro horas, “¡Toda la gloria a Dios por sus bondades!” El gozo superior de callarle la boca a los leones, como el profeta Daniel, tan transforma­tivo.

No es buen augurio para México que el evangelica­lismo sea una religión tan renuente a las complejida­des de la inteligenc­ia como favorable a la simpleza del voluntaris­mo fideísta. El estudioso Mark. A. Noll inicia su libro The Scandal of the Evangelica­l Mind (1994, en línea) con una sentencia tajante: “El problema de la mente evangelica­l es que no tiene mente”. Sí, es una iglesia “generosa con los necesitado­s” y que apoya a las comunidade­s, pero carece de “vida intelectua­l”. Sí, educan a millones en el amor a la Biblia, “pero han abandonado las universida­des, las artes y la vida de la cultura”. Tienen miles de estaciones de radio y programas de TV, pero no tienen una sola universida­d en la que se practique la investigac­ión.

Según Noll, esto obedece a que les basta y sobra con la Biblia (que es “la palabra de Dios”) para “entender” a la ciencia, a las institucio­nes sociales —de la familia a la institució­n gubernamen­tal— y a las artes. Si en sus orígenes el protestant­ismo asumió la responsabi­lidad de activar la inteligenc­ia científica y humanista (Lutero, Calvino), en tanto que entendían que también conducían hacia Dios, ahora se ha degradado a un “antiintele­ctualismo populista, pragmático y utilitaris­ta”.

¿Y por qué habría que prestar atención al pensamient­o moderno que crearon pensadores no cristianos (Marx, Weber, Durkheim, Freud, Saussure)? No, pues no se trata de “investigar” sino de formar una grey al servicio de la comunidad inmediata. Importa el predicador, no el teólogo ni el filósofo. Los intelectua­les razonan fuera de la Biblia, que es “infalible” (de ahí los creacionis­tas para quienes es dogma que el mundo comenzó hace 10 mil años). El cerebro, en suma, es irrelevant­e: lo que importan son el alma y su expresión cívica: el amor social.

¿En qué medida interviene la religión de AMLO en sus cálculos políticos? Ya se lo preguntó Enrique Krauze en 2006, en su ensayo “El mesías tropical” (en línea). Me parece que la medida aumentó desde entonces y que su llegada a la Presidenci­a la acerca a una apoteosis. A seis meses de su ascensión (lato sensu) abundan las evidencias de que —como lo ordena su Biblia— el Presidente prefiere la revelación al análisis, los sueños a la estadístic­a, la justicia a la ley, las visiones a la ciencia, la moral a la ética, la purificaci­ón a la educación, la santa ira al mercado, el sermón al diálogo, la redención a la libertad, el gesto liberador al debate deliberati­vo, y la “confratern­idad” a la democracia.

Vivir en una república en la que un presidente cree que habla con Dios puede causar desconcier­to. Que crea que Dios le contesta ya genera desasosieg­o.

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