El Universal

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No me habría perdonado dejar que tu muerte pasara en blanco, luego de que tu vida tuvo tantos colores, tantos claroscuro­s, tanta luz como la que prodigaste en muchos más de mil libros a tu cargo durante casi cuatro décadas de editor.

—Pero no le vayas a poner “responso”, porque uno de sus sinónimos es “oración”. Si acaso, me gustaría que brindaran por mí y la amistad, no que lanzaran oraciones al aire. Whiskys son amores y no ma…

Casi cuatro décadas —decía, lector querido— dedicó día tras día el enorme Ramón Córdoba, antes de que su latoso y ñeril recuerdo interrumpi­era el curso de estas líneas, a dejar rechinante­s de limpios manuscrito­s literarios que en algunas ocasiones ni siquiera merecían ese nombre.

Y de pronto, de la nada, se le cruzó la muerte a los escasos 61 años de edad, que para los tiempos que corren es dejar muy joven este mundo. Y más alguien como el Córdoba, sobrevivie­nte de uno o dos reveses de salud que le hicieron vérselas negras, pero que al final le pelaron dos carretadas de naranjas de Valencia. Un tipo que, salvo esos detalles, era de hierro y lo mismo podía echar mano en su vida cotidiana de la elegancia del teatro del Siglo de Oro, que de sus cercanías con el Cerro de la Estrella, las cuales lo dotaron de herramient­as del lenguaje, hablando de albures y calambures, que hasta el enorme pianista y maestro de abogados don Javier Lozano Alarcón se habría sonrojado con su ingenio y velocidad de respuesta.

—Edité más de mil libros en una sola vida, ¿y me pintas como al maestro del Escorpión Dorado? Di algo bueno de mí, que fui escritor, por ejemplo.

Desde luego, si Ramón Córdoba no hubiera sido escritor él mismo, con participac­ión en casi todos los géneros literarios, señaladame­nte en la novela, no habría logrado comprender a cabalidad ni los eventuales hallazgos formidable­s de los autores a su cargo ni sus muy diversas y bien nutridas psicopatol­ogías. En esos términos, Ramón supo ser, cada vez más, un excelente médico de almas porque a lo que se enfrentaba no era a un autor en frío, sino a un escritor y todos sus demonios con los cuales el editor había de convivir y contempori­zar para que saliera adelante el proyecto literario ya aprobado para su publicació­n.

¿Quién tendría deseos de escribir luego de pelearse con tanto enredo literario y administra­tivo como aquellos que enfrentaba? Pues él. Y lo hacía —algunos lo saben, imagino— de regreso a casa, a mano, en un cuaderno, a bordo de un taxi que lo llevaría una noche más. Así armó su obra. Y no recuerdo haber oído de él queja alguna al respecto.

—Pero no era un santo, no me arruines, Contramaes­tre… Voy llegando, ya me dio sed y aquí no hay ni hielos. ¿Cuál es el maldito cielo de los editores?

En el cielo de los editores estaba aquí en la Tierra, vivo y pleno, porque gozaba de la existencia rodeado de los libros, sus criaturas —no los había creado pero sí criado— y de la gratitud de quienes dejaban en sus manos, como al ser más querido, a un libro pronto a nacer. Fue lo más parecido a un santo, aunque por ahí alguno, no más de uno, tal vez diga lo contrario.

Se llevó con facilidad en varias ocasiones los premios de la Caniem al arte editorial, como el también muy prestigiad­o galardón Arnaldo Orfila. Fue creador de revistas, como Ostraco, y de otras que corrieron con menos suerte. E impartió tanto como pudo cursos magistrale­s de edición que sus alumnos agradecen.

Para esta columna dijo hace ya muchos meses, sobre su oficio: “A estas alturas de mi paseo por el mundo, con los libros y por ellos, he hecho casi todo lo que es humanament­e posible y decente: imprimir, encuaderna­r, cargar, vender, promover, corregir, editar, mutilar, diseñar, contratar, inventar… He visto caer imperios, por ejemplo, el de los linotipist­as, el de la fotomecáni­ca y los de varias editoriale­s eméritas que solíamos creer eternas. Persevero en el oficio, al que llegué por obra y gracia de esa mano invisible que algunos llaman dios y otros azar, porque cuando lo encontré ya venía enamorado para siempre de la palabra, del lenguaje, de sus infinitas posibilida­des, y continuar trabajando en los libros representa un bendito aprendizaj­e cotidiano que me lleva a hacer míos los versos de Borges: ‘Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullec­en las que he leído’. Soy afortunado, y mucho: me pagan por hacer un trabajo que amo”.

En tránsito iba hace apenas unos días aquí su escribidor cuando por aquello de las redes sociales apareció en la pantallita una imagen de un minuto antes en la que aparecía una mujer de letras a la que era preciso reivindica­r el cariño con un abrazo. Ramón era el autor. Un mensaje bastó, aunque jamás estuviéram­os los tres reunidos. A sus años, allá fue el editor ejecutivo de Alfaguara a dar con respeto el abrazo que enviaba un tal escribidor y que atravesó así el tiempo y el espacio. Hasta días después hubo modo de corroborar con ambos el resultado de aquel extraño encargo: éxito redondo.

—Uy, igual se lo hubiera dado, Contramaes­tre…

Ya no andas por aquí, pero eres mi amigo. Toca descansar, Ramón, hermano.

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