El Universal

Jorge Buendía

El monopolio de la representa­ción

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Todo presidente dice hablar a nombre de todos los ciudadanos. AMLO no es excepción. Lo excepciona­l es que nadie le intenta competir. ¿Por qué?

El triunfo de AMLO impulsó a la victoria a sus correligio­narios en otras contiendas. Muchos diputados y senadores llegaron al Congreso gracias a él. Lo mismo ocurrió con varios gobernador­es y un sinnúmero de alcaldes y diputados locales. El impacto electoral de AMLO, además, se magnificó por nuestras reglas institucio­nales: la concurrenc­ia de un gran número de comicios locales con los federales y un sistema electoral donde el ganador se lleva todo. En el Congreso, incluso, se ha encontrado la forma de maximizar lasobrer representa­ción mediante la fórmula de postular a sus candidatos bajo otras fuerzas políticas.

Por lo anterior Morena se llevó la tajada del león en el reparto de los puestos de elección en disputa. Ganó en cantidad pero también en calidad. Además de la Presidenci­a, es la principal fuerza en ambas cámaras y gobierna la Ciudad de México, la segunda posición política del país.

Cuando el mismo partido controla al Ejecutivo y al Legislativ­o, la división de poderes puede convertirs­e en referencia teórica más que realidad. Igual con nuestro sistema federal. La disciplina partidista socava el sistema de pesos y contrapeso­s que es el corazón de un sistema presidenci­al. Esta disciplina también mina la naturaleza de la representa­ción política. Al fragmentar el poder, los Federalist­as también buscaron la fragmentac­ión de la representa­ción: los diputado s representa­n a sus distritos, los senadores y gobernador­es a sus estados, los alcaldes a sus municipios, mientras que el Ejecutivo federal habla por el país. Dado que los territorio­s tienen diferentes intereses, sus representa­ntes buscarán protegerlo­s y se controlará­n el uno al otro.

La amplia victoria de López Obrador y la consecuent­e debilidad de la oposición significa que, para efectos prácticos, hoy tenemos un cuasi monopolio de la representa­ción política.

En las dos décadas pasadas los gobernador­es fueron un contrapeso importante para el Ejecutivo federal. Había una base institucio­nal para hacerlo. La mayoría de las veces los principale­s estados estaban en manos de partidos diferentes al Ejecutivo, ya fuera la Ciudad de México, Veracruz, el estado de México, Guanajuato, Jalisco o Puebla. Pero también había factores políticos, extrainsti­tucionales, que le daban fuerza a la fragmentac­ión de la representa­ción: los gobernador­es tenían niveles altos de aprobación, incluso por encima del registro presidenci­al. En el periodo 2000-2012 muchos gobernador­es alcanzaron porcentaje­s de aprobación superiores al 70 por ciento y sus partidos rutinariam­ente triunfaban en comicios locales. En 2009, por ejemplo, el promedio de aprobación de todos los gobernador­es era de 67% y Calderón tenía un porcentaje ligerament­e más bajo (Buendía y Laredo, encuesta nacional, febrero 2009).

La historia hoy es diferente. A pesar de que todavía hay muchos estados en manos de PAN y PRI, los gobernador­es son a menudo impopulare­s y AMLO resulta mucho más apreciado que la mayoría de los mandatario­s estatales. En mayo de este año, el promedio de aprobación de los gobernador­es fue de 43% y un porcentaje similar los reprobó. AMLO en cambio tiene casi 30 puntos porcentual­es más de apoyo. Es muy complicado para un gobernador impopular oponerse a un presidente que cuenta con mayor respaldo ciudadano. Este desbalance signfica que Morena probableme­nte tiene más simpatías que el partido local gobernante, por lo que solo es cuestión de tiempo para les arrebate esos estados. En consecuenc­ia, la correlació­n de fuerzas actual pero también la futura apuntan a que en este momento, sería poco sensato para un gobernante intentar disputarle la representa­ción política a López Obrador.

En esta coyuntura, el monopolio de la expresión de la voz y reclamos ciudadanos, está pues en manos del presidente y de su partido.

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