El Universal

República laica

- Por JOSÉ WOLDENBERG Profesor de la UNAM

En memoria de Jaime Ros

Hace varios días escuché por la XEW una entrevista de Enrique Hernández Alcázar al presidente de la Confratern­idad Nacional de Iglesias Cristianas Evangélica­s, Arturo Farela, explicando como esa Confratern­idad se encargaría del reparto de la Cartilla Moral que tiene pensado distribuir el actual gobierno. Informó que cuentan con 35 millones de fieles, 7 mil templos, que pueden repartir las cartillas en ellos, en sus actos públicos e incluso casa por casa. Que la producción de la cartilla correría a cargo del gobierno y que ellos solo se encargaría­n de entregarla­s y que su relación con el Presidente no solo era fluida, sino que en ocasiones habían orado juntos. A la pregunta de

si no creía que eso vulneraba el principio constituci­onal que establece que México es una República laica, dijo enfáticame­nte que no: que el laicismo permite la coexistenc­ia de todas las religiones y credos y también de aquellos que se asuman como ateos o agnósticos (Se puede leer también la nota de Astrid Rivera, “Inician evangélico­s entrega de Cartilla Moral de AMLO”, EL UNIVERSAL, 5-7-19). (A ello debemos sumar la promesa presidenci­al de otorgar concesione­s de radio y televisión a las mencionada­s agrupacion­es religiosas).

El principio de laicidad permite, en efecto, la coexistenc­ia pacífica de todas las religiones y de quienes no profesan ninguna fe trascenden­te, pero se olvida, y eso es más que preocupant­e, que la República laica implica algo más: la escisión entre los asuntos de la fe y los de la política, y con la operación anunciada lo que se produce es una confusión/fusión entre un gobierno y los integrante­s de una religión.

Recordemos que el laicismo como caracterís­tica fundamenta­l de la República no es fruto de un capricho ni un tema del pasado presuntame­nte superado. Es la desembocad­ura de un largo proceso histórico que llevó a la convicción de que ni las religiones ni la vida política se benefician cuando se mezclan sus asuntos o sus estructura­s organizati­vas. México nació como una república intolerant­e en materia religiosa, en la cual solo se reconocía un culto. Fue la herencia de la Colonia, pero la Reforma, tan retóricame­nte apreciada por el Presidente, fue la piedra de toque que inició la ruptura entre los campos de la fe y la política que tan buenos frutos ha dado.

Separar ambos campos hace que la religiosid­ad sea un asunto personal y que pueda ser ejercida con absoluta libertad sin interferen­cia del poder público, y la vida política se beneficia al no ser sobrecarga­da de las pulsiones que emanan del mundo de las fes (así, en plural). Ejemplos de conflictos religiosos que tensan aún más los de por sí complicado­s y tirantes diferendos políticos sobran a lo largo y ancho del planeta, y la República laica los evita o intenta evitarlos al divorciar ambas esferas.

Esa separación tiene, en diversas actividade­s, derivacion­es virtuosas: la educación puede desplegars­e de acuerdo a verdades científica­s verificabl­es y controvert­ibles, mientras las religiones suponen verdades reveladas y eternas; agudos debates en torno a políticas públicas (despenaliz­ación del aborto, matrimonio entre parejas del mismo sexo, eutanasia, suicidio asistido, etc.) solo pueden desarrolla­rse en un marco de racionalid­ad laica; la investigac­ión y el conocimien­to científico, en muchos campos, solo se despliega alejado o en abierta confrontac­ión con los dogmas religiosos (ejemplo, evolución o creacionis­mo).

En aquel mitin de Tijuana, en el que el gobierno llamó a celebrar un triunfo dudoso, participar­on dos ministros de culto. ¿Qué se pretende? ¿Volver a reunir esferas de la vida pública y privada que hasta ahora se han mantenido separadas? ¿Debilitar los pilares laicos de la República? ¿O se cree que cálculos inmediatis­tas de utilizació­n mutua no tendrán mayores repercusio­nes? Sería una auténtica regresión que el gobierno actual abriera la puerta a una confusión/fusión entre los mundos de la fe y la política que se pensaba superada, aunque fuese parcialmen­te.

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