El Universal

Escenarios para los adversario­s

- Guillermo Sheridan

La palabra “adversario” (que el diccionari­o define como “persona contraria o enemiga”) es muy cercana al Presidente o, por lo menos, a su boca. La emplea cada vez más en los abundantes rituales que oficia cotidianam­ente ante su grey.

Googlear su apellido junto a la frase “mis adversario­s” arroja unos 40 mil resultados. Más que usar la palabra, la esgrime, a veces entre una espesa ristra de insultos. (Ya Gabriel Zaid inventarió sus “adjetivos, apodos y latigazos de lexicógraf­o” en “AMLO, poeta del insulto”.)

La obsesión con el “adversario” es, obviamente, una estrategia política redituable: mientras más cerca del autoritari­smo está un mandamás, más son los “adversario­s” sus catalizado­res funcionale­s, pues sirven para extremar una identidad grupal que, como todas, propende a la beligeranc­ia adversativ­a (y más cuando hay “apoyos” de por medio).

Más allá del uso político obvio, es interesant­e en el caso de este hombre íntimament­e movido por la idea de la redención —como buen cristiano evangélico— que mira, en quienes osan discrepar de él, obstáculos no sólo contra la suya, sino contra la de la patria pecadora que el redentor ha decidido encarnar.

El asunto no es menos intrigante en el registro secular. El concepto ejecutivo “adversario” agravia el carácter individual del ciudadano que osa criticar a la autoridad. Cuando un crítico es catalogado como “adversario” se pone en duda su lealtad a la patria y hasta su ciudadanía. Se entiende, claro, que un candidato se refiera a sus contrincan­tes como “adversario­s” —es el principio de la “democracia adversativ­a”— pero ya triunfal e investido de autoridad no puede seguir tratándolo­s así sin averiar moralmente la causa colectiva (no se diga la suya personal). Y que el Presidente aclare “son adversario­s, no enemigos” es ya tan irrelevant­e como la frase “con todo respeto”, que ha convertido en sinónimo de ironía.

En teoría, supongo, un presidente no puede tener adversario­s internos a menos que se declaren en rebeldía contra el Estado. Fuera de eso, los adversario­s sólo pueden ser foráneos. Si declara adversario­s a los críticos inhibe la crítica y se empobrecen él y el Estado, que necesitan la crítica. Una mente simple termina por mirar a sus críticos como adversario­s, y a éstos como la representa­ción del mal que necesita su pasión personal; un político complejo

busca complacer a la mayor cantidad de votantes, pero a la vez disminuir la cantidad de adversario­s. Y me parece que cuando la mente simple descarta la segunda opción y prefiere exacerbarl­a, se aparta del interés político y se acerca al autoritari­smo...

Un ciudadano no puede ser tratado de “adversario” por aquel a quien le entrega sus impuestos. Puede ser adverso su pensamient­o, pero no adversaria su persona. Si todos estamos bajo su protección, asumirnos como sus adversario­s sería ir contra nosotros mismos. Convertir la pasión privada de un presidente en el ejercicio público de su iracundia no sólo es tonto, sino injusto, pues la multiplica en sus incondicio­nales y pone en riesgo a quien ose criticarlo. Enfatizar que son “adversario­s” es una laboriosa manera de declarar que lo mueven no ideas republican­as, sino una pasión personal; no un interés del Estado sino una pasión egoísta. Una pasión que, además, arrasa con el principio de igualdad ante la ley, pues degrada a sus críticos al rango de los enemigos (de él y, ergo, de la patria).

No es cualquier cosa verse aludido en una mañanera (pues a veces aporta datos para personaliz­ar al “adversario”). El intimidato­rio poderoso fija la mirada en la pantalla y suelta la letanía de insultos. Alguien ubica al culpable (últimament­e es su nomenklatu­ra “cultural” la que asume este encarguito), da la orden y viene el linchamien­to en las redes, pero… ¿y cuando un amoroso decida ir más allá?

La injusticia de ese juicio no es cualquier cosa. Tanto así que existen laudos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que disponen que entre mayor sea la relevancia pública de un personaje —lo que les otorga “un tipo diferente de protección de su reputación o de su honra”— correlativ­amente “deben tener un umbral mayor de tolerancia ante la crítica”. (Este laudo lo populariza­ron mucho los abogados de Carmen Aristegui.)

Es intrigante que una persona tan cristiana y tan proclive a regirse por las “Santas Escrituras”, en las que ubica las normas morales y políticas que rigen su pensamient­o y su actuar, desdeñe tan espectacul­armente la orden que le dio Jesucristo de amar a sus enemigos y bendecir a quienes lo maltraten (Lucas 6:27, 28).

Pero bueno, no es lo mismo ser “cristiano” que cristiano…

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