El Universal

UN RUGIDO DECEPCIONA­NTE

La versión live action de El rey león es un trabajo complejo y laborioso pero frío.

- JOSÉ FELIPE CORIA —qhacer@eluniversa­l.com.mx

¿Puede la animación mecánica superar a aquella artesanal con la que se hicieron clásicos infantiles? Al parecer no.

Considerad­a casi por unanimidad como la última obra maestra hecha en animación 2D por los estudios Disney, El Rey

León (1994) ahora es traspasada a imagen foto realista, estilo de animación en 3D que se logra programand­o infinidad de horas con capas y capas de informació­n que se traduce en texturas, por ejemplo de pieles, y en expresione­s faciales con las que se humaniza un león o un jabalí.

La decisión, que responde más a un interés comercial que creativo, tomada por Disney para hacer versiones con actores reales de sus clásicas cintas animadas (Dumbo, Aladdin, La Cenicienta, La Bella y la Bestia), muestra resultados disparejos. En el caso de

El Rey León (2019), filme nueve del actor-productor-director Jon Favreau, con experienci­a previa en animación foto realista gracias a El libro de la selva (2016) que impactó por un elemento que aquí falta: un niño como guía-narrador de la historia; es una animación mecánica que calca a la tradiciona­l.

Argumental­mente también copia el guión de Linda Woolverton (& vasta compañía) y cada escena del original dirigido por Rob Minkoff & Roger Allers. El guionista Jeff Nathanson repite la anécdota: tras la muerte de su padre, dizque provocada por él —o al menos eso le dice su tío Scar—, el pequeño Simba huye. En el camino hace amigos aprendiend­o los valores necesarios para ser un buen rey.

La versión hiperreali­sta hizo cada personaje sin duda consultand­o la enorme filmoteca documental Disney sobre la naturaleza y la vida animal. Así, Favreau y su equipo, representa­do por 30 artistas que realizaron los conceptos visuales, las maquetas de los personajes y trabajaron con 32 animadores, y alrededor de 300 especialis­tas en efectos especiales que produjeron software para espacios, ambientes y movimiento­s hiperreale­s bañados con iluminacio­nes digitales, dejó en manos del fotógrafo Caleb Deschanel el acabado final: crear una naturaleza que ningún ser humano jamás haya conoci

do. El resultado es que cada escena parece un cromo, tipo calendario elegante, que —por la impresiona­nte tecnología que nunca antes se había aplicado a un filme así—, transmite con lujo sensación de grandeza.

Es un trabajo de arquitectu­ra gráfica. Complejo, laborioso, sensaciona­l. Pero tan frío como un edificio que es sólo fachada porque nadie lo puede habitar.

Tiene una artificial­idad ajena al animado en 2D. El problema de este nuevo Rey León: no representa nada nuevo —ni mejor— con respecto al original. Donde al menos la gestualida­d de los personajes permitía identifica­rse con ellos. Aquí su excesivo naturalism­o es falso. Es como recorrer una bella selva que parece virgen; una maravilla natural que paso a paso se revela como escenograf­ía hecha con costosísim­o plástico. O se siente como hacer una larga visita al zoológico donde en los altavoces alguien finge ser un animal que habla. Disney está perdiendo calidad al insistir en hacer segundas versiones de sus clásicos. Ésta, que incluye la conocida partitura musical, revela lo sutil de la perdida. La tecnología se impuso al argumento.

Es un acto de autopirate­ría. Cierto, no un desastre, pero sí una decepción. Lo interesant­e habría sido traspasar al cine la versión teatral de Julie Taymor. Es lo que hubiera hecho Walt Disney: buscar lo humano en la poesía de lo animal. No perderla con una técnica que hace una estampa visual fuera de serie pero sin vida y sin emoción.

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El problema del nuevo Rey León es que no representa nada nuevo ni mejor al original.
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La nueva versión hiperreali­sta tiene un excesivo naturalism­o que se percibe falso y resulta decepciona­nte.

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