El Universal

Almohada para tres (o más)

- Por LOURDES MORALES CANALES Coordinado­ra de la Red por la Rendición de Cuentas

Todo empezó con un café en la Colonia Condesa. Hacía tiempo que la comunicaci­ón con mi amiga se resumía a mensajes de texto, correos, felicitaci­ones telegráfic­as en aniversari­os. La enajenació­n normal de lo cotidiano. Pero ese día fue distinto. Se acababa de descubrir que el gobierno mexicano había adquirido el programa Pegasus: un software diseñado por la firma israelí NSO Group para espiar.

En países democrátic­os estas herramient­as se usan para enfrentar redes criminales o para prevenir actos terrorista­s. En países autoritari­os, la intimidaci­ón y el control de la informació­n es uno de sus rasgos.

En México, la investigac­ión de Citizen Lab y la RedR3D puso al descubiert­o el uso de Pegasus contra periodista­s, activistas, políticos y científico­s mexicanos. El capítulo se conocería como #GobiernoEs­pía. Las huellas de la intrusión estaban a la vista.

Mi amiga era una víctima colateral de la privacidad robada. Había sido orillada a tomar medidas: tapó la cámara de su computador­a y su celular con una cinta adhesiva. Bloqueó la geolocaliz­ación de sus aplicacion­es. En sus conversaci­ones telefónica­s, reinó el cuidado de las palabras. La actitud de quien se sabe permanente­mente vigilado. Las autoridade­s siempre lo negaron.

Diez organizaci­ones de la sociedad civil que formaban parte de la Alianza para el Gobierno Abierto rompieron el diálogo. La confianza se hizo trizas. No ayudó que en los intentos por clarificar el contrato celebrado entre la entonces PGR y la empresa NSO Group la informació­n quedó reservada, con la anuencia del INAI, hasta el 2021.

El gobierno actual ha insistido en que la vigilancia a ciudadanos es cosa del pasado. Como prueba: en el relanzamie­nto de los trabajos para lograr un Gobierno Abierto se incluyó el compromiso de desarrolla­r una política “para atender la vigilancia estatal ilegal en México”.

Sin embargo, la vulneració­n de la privacidad ya no es monopolio de los gobiernos. Y las leyes actuales alcanzan para muy poco.

Edward Snowden, exempleado de la CIA, fue de los primeros en alertar sobre la facilidad con la que ciudadanos comunes, seducidos por la ilusión de un “me gusta”, ceden voluntaria­mente el acceso a sus datos personales. Las empresas ganan, los ciudadanos pierden. Recienteme­nte, un estudio realizado por el Instituto Internacio­nal de Ciencias Computacio­nales de Berkeley, IMDEA Networks Institute de Madrid, la Universida­d de Calgary y AppCensus encontraro­n que más de 12 mil aplicacion­es recopilan informació­n privada de los usuarios, sin el consentimi­ento explícito de los mismos.

A través de algoritmos, robots y sistemas de inteligenc­ia artificial, los ciudadanos son nodos de informació­n sobre los que se diagraman relaciones, contactos, gustos y rutinas utilizadas para vender, manipular, sesgar.

Recienteme­nte Apple, Google y Amazon aceptaron que contratist­as analizan el desempeño de asistentes virtuales como Siri y Alexa para supuestame­nte mejorar los servicios. El lado oscuro es que estas aplicacion­es se pueden detonar automática­mente frente a ciertos sonidos como el deslizamie­nto de un zíper o la identifica­ción de una voz. Momentos privados, muchos de ellos íntimos, que son supervisad­os por terceros. Los grandes des arrollador­es de tecnología insisten en que actúan a pegados a avisos de privacidad. Sin embargo, las áreas grises, o las cuatro páginas que hay que leer cada que compramos una aplicación, facilita estas vulneracio­nes. Después de Pegasus habrá que pensar cómo defenderno­s frente a nuevos intrusos de la privacidad. Mientras tanto, antes de apagar la luz, saquemos el teléfono del cuarto.

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