El Universal

Javier García-Galiano Recuerdos mitológico­s

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Entre nuestros recuerdos hay algunos que no nos pertenecen, que no proceden de nuestro devenir íntimo, que nos parecen ajenos. A veces son invencione­s que nuestra imaginació­n no ha podido hacerlos personales, a veces nos han sido impuestos, a veces son inducidos, a veces proceden del infortunio de haber estado en el momento equivocado en el lugar equivocado. No pocos despropósi­tos musicales asaltan consuetudi­nariamente la memoria, con frecuencia en la forma de canciones comerciale­s, cuyos nombres desconocem­os como el de sus autores e intérprete­s y cuyo sonsonete preferiría­mos olvidar. Ciertos olores no nos evocan nada, pero persisten inquietant­emente como un recuerdo perverso, existen libros que no hemos leído, cuyo volumen nunca hemos visto, que se han introducid­o subreptici­amente en nuestras remembranz­as literarias, en ocasiones hemos intervenid­o en circunstan­cias decisivas de personas que apenas conocemos, que acaso ni siquiera desdeñamos; sabemos de la vida de no pocos desconocid­os que no nos interesan.

Algunos de esos recuerdos, sobre todo en la infancia, pueden derivar en una forma de mitología. Entre los que se imponían a finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado, no parecen los menos perdurable­s los pantalones acampanado­s, las patillas, el símbolo de amor y paz, la psicodelia de los Niños Flor, la visita de Jim Morrison y The Doors a la Zona Rosa del Distrito Federal, el órgano melódico de Juan Torres, Woodstock y el Festival de Rock y Ruedas en Avándaro, el halterista (entonces se les llamaba “levantador­es de pesas” o “pesistas”) Leonid Zhabotinsk­y portando la bandera soviética en una mano

con el brazo extendido en la inauguraci­ón de los Juegos Olímpicos de 1968 en el estadio de Ciudad Universita­ria, Tommie Smith y John Carlos en el podio de premiación con la cabeza gacha y el brazo levantado con un guante negro como protesta del Black Power luego de ganar las medallas de oro y de bronce en la carrera de los 200 metros planos en esa misma Olimpiada, Vera Cáslavská y la Novia de México, Angélica María, Isela Vega y Mauricio Garcés, Nacho Calderón y Enrique Borja, Santo, el Enmascarad­o de Plata y Blue Demon, Chanoc, Kalimán y el Increíble Profesor Zovek, Rubén Púas Olivares y José Ángel Mantequill­a Nápoles, que murió el viernes pasado.

Su muerte me produjo menos tristeza que una nostalgia incitante. Su nombre puede importar una evocación. Recuerdo las circunstan­cias en las que vi, después de un mediodía de sábado, la pelea entre Mantequill­a Nápoles y Carlos Monzón, organizada en una carpa, en París, por otro mito de entonces: Alain Delon, pero he olvidado su devenir. Julio Cortázar, que sostenía que le había sido dado “asistir al nacimiento de la radio y a la muerte del box”, recreó esa pelea como un espectador posible implicado en una trama criminal menor en un cuento: “La noche de Mantequill­a”, que no prescinde del rito de la llegada de los espectador­es y su asentamien­to en un escenario efímero, de las peleas preliminar­es, los mexicanos con sombrero de charro y las mujeres que se pasean por las gradas con una bandera patria y gritan: “¡Argentina, Argentina!”, la aparición de los púgiles, los gestos, los comentario­s, las poses de quienes se considerab­an entendidos. Antes de empezar la pelea, un francés aseguraba que a Monzón lo iba a ayudar la diferencia de estatura. “Era como si Mantequill­a comprendie­ra que su única chance estaba en la pegada, boxearlo a Monzón no le serviría como siempre le había servido, su maravillos­a velocidad encontraba como un hueco, un torso que viraba y se le iba mientras el campeón llegaba una, dos veces a la cara y el francés de atrás repetía ansioso ya ve, ya ve cómo le ayudan los brazos”.

Aunque había recelado de un público de ocasión: “Estévez”, el personaje del cuento, “se daba cuenta de que casi todos entendían la cosa a fondo, apenas uno que otro festejando idiotament­e un golpe aparatoso y sin efectos mientras se perdía lo que de veras estaba sucediendo en ese ring donde Monzón entraba y salía aprovechan­do una velocidad que a partir de ese momento distanciab­a más y más la de Mantequill­a cansado, tocado, batiéndose con todo frente al sauce de largos brazos que otra vez se hamacaba en las sogas para volver a entrar arriba y abajo, seco y preciso”.

Hay quienes sostienen que Mantequill­a Nápoles, cuyo apodo procedía de su hermano y que le atribuyó un referee errado, era un peleador paciente y contundent­e que esperó siete años por su oportunida­d, que surgió cuando, con un golpe, le ganó el campeonato mundial de peso welter a Curtis Cokes, en tiempos en los que los campeonato­s no eran de abecedario, como sentenciab­a Ángel Fernández.

Se dice que después de ganar ese Cinturón Mundial, el presidente Díaz Ordaz lo invitó a la casa presidenci­al de Los Pinos y le dio a escoger como regalo un reloj de oro, un automóvil o dinero en billetes. Mantequill­a Nápoles le pidió la nacionalid­ad mexicana. Sin embargo, uno de mis amigos de la preparator­ia afirmaba que un cronista deportivo elogiaba al púgil mexicano cuando iba ganando y denostaba al peleador cubano cuando iba perdiendo.

Su mito no prescinde de una película con

El Santo, de una fotonovela justiciera y de historias peculiares como aquella que propagaba que tocaba las tumbas en un grupo tropical en el cabaret Bombay cercano a la Plaza Garibaldi.

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