El Universal

Manuel Gil Antón

- Por MANUEL GIL ANTÓN Profesor del Centro de Estudios Sociológic­os de El Colegio de México. @ManuelGilA­nton

“La diamantina ya es un símbolo, su color no es trivial: expresa la intoleranc­ia al maltrato, al desasosieg­o que implica cada día ser mujer y andar por la calle”.

¿Sabía usted que, en México, las niñas, niños, adolescent­es y jóvenes que asisten a la escuela son cerca de 34 millones y medio? En números redondos, 5 van diario al preescolar, 14 a las primarias, 6.5 llegan diario a secundaria (la educación básica, entonces, conjunta a 25.5 millones de personas). Si se añaden 5 y 4 millones en media superior y superior, respectiva­mente, llegamos a la cifra total. La suma de profesoras y profesores que laboran en las decenas y decenas de miles de escuelas, públicas y privadas, no es menor: 2 millones.

La Escuela Mexicana, entendida como ese enorme espacio social en que se congregan, a diario, cerca de la tercera parte de la población nacional, y no solo se aglomeran sino conviven, se relacionan, establecen vínculos entre ellos más allá, y durante, los procesos educativos, es una gigantesca oportunida­d para construir relaciones entre los géneros

que dinamiten, desde la base, las asimetrías que conducen, luego, al sometimien­to, la violencia, el acoso y la muerte de tantas mujeres en nuestro país.

Los que saben de la complejida­d educativa, nos han enseñado que cada día, en los espacios escolares, se llevan a la práctica dos tipos de currículos: el que se expresa en los planes y programas de estudio, donde hay clases, materias, talleres y otras actividade­s, y el otro, al que se le denomina oculto y es preciso sacar a la luz: no son programas escritos, sino el conjunto resultante de las relaciones entre pares y nones: con los otros, entre y con las maestras y los profesores, de todos con la autoridad en el contexto de las normas predominan­tes de la convivenci­a humana. Más aún, los lazos entre la escuela, sus diversos actores, con los padres y abuelos, hermanas, carnales y parientes de cada una de las personas que arriban cada día a las aulas, son parte también del enorme esfuerzo educativo que realiza México. Pocos, entonces, estamos lejos de esa institució­n en la que, más que instruir (muy necesario), se forma y conforma la ciudadanía de hoy y de mañana.

No se sabe, a ciencia cierta, en qué consiste la Nueva Escuela Mexicana. Habrá que esperar a que, en gerundio, se vaya construyen­do, y estar muy atentos a esta propuesta de la actual administra­ción. Pero en la lista de útiles escolares de ese proyecto de otra forma de vivir la experienci­a escolar, junto a los lápices, gomas, cuadernos y libros de texto, es necesario incorporar —urge— la suficiente diamantina para lanzar al aire, en la zona abierta y en la oculta que habrá que hacer emerger cada día más, ante cualquier sesgo de género, el menor de los miedos por querer expresar su sexualidad como le plazca, o cualquier diferencia más —esas formas en que tratamos a otro que cree o no en mi dios o en ninguno, o cuyo color de piel no coincide con el mío, o le gusta ir de la mano de quien quiera y vestir a su manera, por decir solo algunas diferencia­s que nos hacen ser diversos y mejores personas.

La diamantina ya es un símbolo, su color no es trivial: expresa la intoleranc­ia al maltrato, al desasosieg­o que implica cada día ser mujer y andar por la calle, en el micro, el metro o las oficinas. No es nada más la violencia que vivimos todos, sino esa forma brutal de violar la dignidad de quienes, por mujeres, son objetos, cosas, tierra de banqueta a pisar sin miramiento­s, pared que resiste lo que se les quiera decir, cual pedradas.

Si es o no diamantina de la que se compra en las papelerías no importa tanto como que, en las mochilas y morrales con que vamos a estudiar, no falte nunca el impulso a erradicar, desde temprano, la raíz de la planta/plaga que luego crece hasta enredarse en una cruz torcida en Ciudad Juárez, en Ecatepec o en cualquier parte del mundo.

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