El Universal

El infierno, según Topo Chico

- Héctor de Mauleón

Gabriela Muñiz, alias La Pelirroja, fue recluida en julio de 2009 en el área femenil del penal de Topo Chico. La habían acusado de liderar una banda de secuestrad­ores: según las investigac­iones, la joven, de 30 años de edad, se había dedicado a señalar a miembros acomodados de su círculo familiar, para que un grupo de cómplices los secuestrar­a.

Año y medio más tarde, en diciembre de 2011, un médico del penal firmó una autorizaci­ón para que La Pelirroja fuera trasladada en una camioneta del penal al Hospital Universita­rio. La joven había sufrido una violenta agresión. Presentaba, entre otras cosas, un hematoma en el estómago.

Más tarde se sabría que el ataque había sido ordenado precisamen­te para sacarla del centro penitencia­rio: a unas calles de Topo Chico, un comando interceptó la camioneta y arrebató la mujer a los custodios que la trasladaba­n.

No olvidan en Monterrey lo que ocurrió la madrugada siguiente. A las seis de la mañana, automovili­stas reportaron que en un puente vehicular colgaba el cadáver semidesnud­o de una joven.

Era La Pelirroja. La autopsia demostró que la habían colgado viva.

El médico de Topo Chico confesó que lo habían amenazado de muerte para que ordenara el traslado.

El jefe de seguridad del penal apare ció mutilado, unas semanas después. Unos días antes habían barrido a tres custodios que recién terminaban su turno; en ese tiempo, alguien lanzó dos granadas sobre la barda de seguridad.

A fines de enero de 2011, el cuerpo de una celadora fue abandonado en el estacionam­iento de una tienda. Todo esto era la respuesta del crimen organizado ante el asesinato de La Pelirroja, y fue una de las miles de historias de horror que marcaron la cotidianid­ad de Topo Chico en sus 76 años de vida.

Caminar hoy por las celdas abandonada­s y llenas de sensacione­s, es como sumergirse en el reino de la oscuridad. Ratas, basura, coladeras tapadas, imágenes en todos lados de la Santa Muerte: el escenario de la peor miseria humana imaginable ha quedado prácticame­nte intacto tras el cierre del centro penitencia­rio, el pasado 30 de septiembre.

Los reos más peligrosos fueron enviados a centros federales; el resto de los reclusos, repartidos en los penales de Apodaca y Cadereyta.

Ahí ocurrió en 2016 el peor motín en la historia de las cárceles de México. Gente de Juan Pedro Saldívar Farías, El Z-27 (quien acababa de ingresar al penal), introdujo bidones de gasolina desde el área femenil de Topo Chico y avanzó hacia la celda donde Iván Hernández Cantú, alias El Credo, pasaba el rato con una mujer. La batalla duró cerca de tres horas, hubo 49 muertos.

El Z-27 se apoderó a partir de entonces del centro penitencia­rio, instaló en una de las celdas un lugar que los celadores llamaban “El Hilton de Topo Chico” (tenía hasta peluquería), y se convirtió en el amo no solo de la cárcel, sino de mucho de lo que sucedió fuera de esta.

Pronto sabremos si el cierre de Topo Chico traerá consigo una reducción en los índices de violencia. Mientras tanto, no sobra recordar que más de 60 por ciento de las prisiones del país se rigen bajo el llamado autogobier­no: que todo lo que aquí ocurrió, está ocurriendo ahora en otras ciudades, en otros estados. •

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