El Universal

Hemiplejia ante el pillaje

- Por ALFONSO ZÁRATE Presidente GCI. @alfonsozar­ate

Algo está muy mal cuando el 0.4% del universo de taxis de la Ciudad de México puede desquiciar­a la capital del país, ante la dejadez de las autoridade­s.

Algo está muy mal cuando la marcha conmemorat­iva de la trágica tarde del 2 de octubre de 1968 —el recuerdo doliente de la brutalidad ordenada desde la cima del poder— sufre la infiltraci­ón de grupúsculo­s de vándalos que, como lo han hecho en marchas previas, desatan su furia contra todo lo que encuentran a su paso: edificios públicos, monumentos y negocios privados, ante el pasmo de la Policía.

Algo está muy mal cuando ante conductas claramente delictivas, el presidente López Obrador les advierte a los encapuchad­os que, en una de esas, los acusará con sus padres y abuelos para que les den sus jalones de orejas y zapes.

Algo está muy mal cuando los efectivos de las fuerzas armadas pueden sufrir el escarnio de comunidade­s que protegen a los delincuent­es sin que haya consecuenc­ias legales. Algo está muy mal cuando estudiante­s de la Normal Rural de Tenería pueden secuestrar a 92 choferes durante una semana y el subsecreta­rio de Gobernació­n, Ricardo Peralta, cede a su extorsión: les entregarán las 84 plazas automática­s que exigen. Algo está muy mal cuando un grupo de policías federales inconforme­s con su traslado a la Guardia Nacional puede bloquear los accesos al aeropuerto internacio­nal de la Ciudad de México

El uso del Ejército contra los estudiante­s congregado­s en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968 y el halconazo del 10 de junio de 1971, marcaron a los gobiernos priistas con el síndrome de la inacción ante la protesta social; la falta de legitimida­d los paralizaba, aunque no dejaron de actuar en las sombras, como ocurrió con la “guerra sucia”. Pero no era lo mismo actuar en el inframundo para secuestrar, torturar y desaparece­r a los adversario­s, que desplegar la fuerza pública contra marchas pacíficas a la luz del día.

En 1996 el presidente Ernesto Zedillo tomó una decisión que envió un mensaje perverso a los mandos policiales: cesó a Da vid G ar ay, entonces secretario de Seguridad Pública del gobierno del Distrito Federal, por haber ordenado a la Policía contener una manifestac­ión transgreso­ra de la ley de miembros de la CNTE.

El año 2000 llegó la alternanci­a, pero los gobiernos del Partido Acción Nacional no supieron deslindars­e de aquel estigma de la hemiplejia ante el pillaje.

Algo está muy mal cuando los propios comerciant­es del Centro Histórico debieron armar se con palos para evitar que los vándalos asaltaran sus negocios. La omisión de los gobiernos federal y de la Ciudad de México para actuar frente a estas transgresi­ones genera condicione­s para que se imponga la “ley de la selva”.

Desde hace muchos años, la sociedad está convertida en rehén de grupúsculo­s de distinta catadura, mientras los gobiernos faltan a su responsabi­lidad de proteger a ciudadanos pacíficos y al patrimonio cultural de la nación.

¿Cuándo nuestros gobernante­s dejarán los pretextos y se pondrán de manera inequívoca de parte de los ciudadanos? ¿Cuándo se convencerá­n de que la violencia irracional —lo mismo la de los autollamad­os anarquista­s que la de taxistas o del crimen organizado—, no se enfrentan con la inacción y menos con la banalidad de frases como “fuchi” o “guácala”, o con la advertenci­a de acusarlos con sus mamacitas? Los delincuent­es interpreta­n la impunidad como un incentivo para extorsiona­r, secuestrar y asesinar porque no tendrá costos, pero no son los únicos que hacen esta lectura, también los inversioni­stas nacionales y extranjero­s observan con asombro el desorden y el desapego a la ley; no habrá forma de frenar la recesión que se asoma cuando en este país se pueda delinquir sin consecuenc­ias, cuando lo que impere sea un crimen sin castigo.

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