El Universal

Guillermo Fadanelli

Peter Handke

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l niño curioso y el anciano decrépito que habitaron en mí durante la época de mis veinte años, se enfrentaro­n por primera vez a Peter Handke, a mediados de 1985. La novela se titulaba La mujer zurda (Alianza Tres; 1979) y, como cualquier obra de evidente valor artístico, causó en mí una sensación de extrañamie­nto. Cuando, dos décadas después, la leí de nuevo, me di cuenta de que durante mi primera lectura era yo un desconoced­or flagrante del universo femenino, y de que no podía yo tampoco comprender que la frialdad, la precisión maniaca por el detalle en apariencia superfluo, y las observacio­nes aledañas a la trama, ponían también de manifiesto una incómoda relación entre el lenguaje y ese nido de tonterías que llamamos “realidad”. La mujer, protagonis­ta de La mujer zurda, es más que un misterio o una metáfora de la confusión bestial de los sentimient­os: es una presencia aterradora cuya inteligenc­ia se expresa en los detalles que aluden a su vida cotidiana y a la teoría que ella misma construye de su propia intimidad: “Ayer pensé que de vez en cuando sería muy agradable que hubiera Dios”. “No me gustaría ser feliz. Tengo miedo de la felicidad”. “En compañía se hace todo tan anodino”. De hecho, un actor que la pretende le dice abiertamen­te: “Su rostro es tan dulce... ¡como si fuera usted siempre consciente de que tenemos que morirnos!”. No le faltó razón a W.G. Sebald cuando en su libro de ensayos Pútrida Patria (Anagrama; 2005) hizo notar que Handke profesa, como tantos escritores austriacos, un escepticis­mo hacia el lenguaje y que lo utiliza, más que para trascender la realidad, para rodearla.

La feminidad intrínseca del lenguaje, la opacidad de los sentimient­os brutales y su estilo resistente a toda complicida­d con el lector, fueron algunas de las impresione­s causadas por mis primeras lecturas de Handke. El tiempo lo convirtió en uno de mis escritores de cabecera y así me di a la tarea de convertirl­o en un misterio amigable. El personaje central de La mujer zurda considera que en cuanto las personas creen saber más acerca de ella, más libre de ellas está. Así también, Gregor Keuschnig, el protagonis­ta y burócrata de El momento de la sensación verdadera (Alfaguara; 1981), sabe que se ha convertido en otra persona, en otros hombres; sin embargo, debe continuar edificando una vida normal. De esa manera podrá ser comprendid­o y aceptado. Habla sobre sí mismo sólo para distraer a las personas y alejarlas de su concreta ambigüedad. Es probable que la libertad absoluta se encuentre en el utópico momento en que todos los que nos rodean concuerdan en que somos una persona. El yo que construyen los otros no es el verdadero, pero es el único que puede poseer un papel y ser aceptado por el mundo. Claire Madison, personaje de Carta breve para un largo adiós, (Alianza Tres; 1976) hace algunas observacio­nes sobre su hija de dos años (“la niña”) que atizan un poco más el temor a vivir, constante en la obra de Peter Handke. Claire acentúa el hecho de que la niña tiene temor a las cosas que pueden cerrarse y que, sin embargo, continúan abiertas. Por esta razón exige que la cajuela del automóvil o el último botón de la blusa de Claire se cierren cuanto antes. Así también, concluye Claire, la niña siente un vacío insoportab­le cada vez que alguien le arrebata un juguete u otra cosa de las manos, no debido a un instinto o deseo de posesión, sino a que no logra comprender por qué aquello que tenía consigo, que era suyo, ahora ya no está. Es el miedo, no la posesión, lo que causa en la niña una angustia y una repentina y desconcert­ante orfandad. Todo lo que es abierto es una trampa, y nada de lo que uno posee lo tendrá eternament­e.

Josef Bloch, el mecánico desemplead­o y alguna vez portero de futbol, se despierta en su hostal y siente como “si se cayera de sí mismo” (El miedo del portero al penalty; Alfaguara 1979). Había dejado de encajar en la realidad y sus instintos asesinos se le revelaban tan claros como si pudiera ir más allá de la mera iluminació­n. Y, sin embargo —aquí la destreza narrativa de Handke se transporta a la filosofía— no logra más que pensar a través de las sensacione­s, o más que “pensar” lo que Josef Bloch hace realmente es resentir la gravedad de ese otro que lo ha tomado por asalto a medio camino del sueño. Y aquí acudo a la reflexión de Sebald acerca de Bloch y con la que yo estoy totalmente de acuerdo: “El hecho de que Handke no se permita en ningún lado la heroicidad de su protagonis­ta es el primer requisito para un estudio literario que se propone menos la metafísica que una fenomenolo­gía concreta del comportami­ento angustiado”.

La literatura quirúrgica y desquiciad­a, plena de demente tranquilid­ad de Peter Handke, puede despertar asociacion­es con el existencia­lismo y la literatura y ciencia provenient­es de Austria, mas no es este el lugar para ocuparse de ello. Ahora que la Academia Sueca retornó a la vieja costumbre de otorgar su manoseado galardón a un escritor real (al lado de la polaca Olga Tokarczuk) me he aprovechad­o para escribir esta nota. Si alguien desea conocer lo que Handke piensa acerca de su obra acudan a Pero yo vivo solamente de los interstici­os (Gedisa; 1990), sus conversaci­ones con Herbert Gamper. Termino citando el epígrafe de Los avispones (Ediciones Versal; 1984) que dice: “Irás, volverás y no morirás en la guerra”. Siempre será peor volver.

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El cantautor argentino cimbró la Alhóndiga de Granaditas con su música.
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