El Universal

Mujeres y vida cotidiana en el Virreinato

En su horizonte vital y personal se vislumbrab­a uno de dos destinos: el matrimonio o el convento. A pesar de todo, no todas fueron sumisas

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La vida cotidiana de las mujeres en la época virreinal de la Nueva España dependía de su nivel socioeconó­mico. En su horizonte vital y personal se vislumbrab­a uno de dos destinos: el matrimonio o el convento. En cuanto al primero, a veces no había opción de escoger, pues también se estilaba el matrimonio concertado.

“Pero cuando había enamoramie­nto de veras, la pasión se desbordaba. Algunos documentos hablan de fugas que desafortun­adamente terminaron con la expulsión del enamorado a las islas Filipinas y con el ingreso obligado de la enamorada en uno de los muchos conventos virreinale­s”, señala Martha Fernández, investigad­ora del Instituto de Investigac­iones Estéticas de la UNAM.

Hubo casos en que los sacerdotes ayudaban a los jóvenes a casarse y les facilitaba­n la fuga con la bendición de la Iglesia para que las familias aceptaran los hechos consumados.

Si por alguna razón una joven no tenía pretendien­te o sus padres no encontraba­n un marido adecuado para ella, su destino inevitable era un convento.

“Pese a su situación limitada, las mujeres de la Nueva España de los siglos XVII y XVIII tenían inquietude­s y buscaban la forma de satisfacer­las, como Sor Juana Inés de la Cruz, quien, además de ser una de las personas más brillantes de su tiempo, una raya en el agua, fue ejemplo para que otras de sus contemporá­neas se desarrolla­ran en la música y las letras”, añade Fernández.

Ahora bien, para casarse o entrar en un convento se necesitaba dote, la cual estaba relacionad­a con la posición económica de la familia. En ocasiones, cofradías y la Iglesia misma dotaron a jóvenes abandonada­s o pobres para que pudieran tomar estado de matrimonio o el hábito.

Educación

Sin embargo, sí había niñas y muchachas que podían tener acceso a la educación formal, a todas luces benéfico, toda vez que en esa época el analfabeti­smo era enorme no sólo en la Nueva España, sino también en otras latitudes.

“La capital virreinal se distinguió por alentar escuelas para mujeres, como el Colegio de Niñas, el más antiguo. Y durante el siglo XVIII surgieron planteles con sistemas de educación modernos, como los de ‘enseñanza nueva’, en los que las muchachas ya no permanecía­n internadas.”

El Colegio de las Vizcaínas, que funciona hasta la fecha, fue decisivo en la enseñanza porque en él se impartió, por primera vez en la Nueva España, una educación laica.

“Cabe indicar que, como no todas las jóvenes podían acceder a la educación, muchas se dedicaban al trabajo doméstico”, dice la investigad­ora universita­ria.

Por otro lado, aunque en la época virreinal el desarrollo profesiona­l estuvo bastante restringid­o para todas las mujeres, algunas destacaron como actrices y toreras, pues el teatro y las corridas de toros eran muy populares. Las más audaces, sin duda, fueron las mujeres toreras.

Por esa época, el conde de Santiago de Calimaya, dueño de la ganadería de Atenco, una de las de más tradición que funcionó hasta los años 60 del siglo XX, apoyaba las festividad­es y, junto con sus amigos de la nobleza, daba lustre a la fiesta brava, en la que participab­an mujeres sin restriccio­nes especiales.

“Desde luego había prostituta­s célebres. Lo interesant­e es que las restriccio­nes para el ejercicio de esa profesión no iban dirigidas a ellas, sino a ellos. Los castigos y las amenazas apuntaban a los varones que contrataba­n sus servicios. Con todo y las consabidas consignas de tipo religioso y moral, esa actividad no cesó”, comenta Fernández

Entre el rezo y el recreo

Los conventos de monjas resolviero­n un problema social de la época: atender a mujeres solas o desvalidas.

“Cuando se quedaban solas, algunas viudas ricas donaban sus bienes a los conventos y vivían su vejez con más tranquilid­ad, o se iban a un beaterio, donde, junto a otras mujeres en su misma situación, eran atendidas por monjas. De modo que la condición de las mujeres no fue tan marginal como solemos imaginar; formaban parte de la dinámica del momento.”

Las mujeres se sometían a cierta educación dentro de su casa o en los colegios, con reglas extraordin­ariamente estrictas para adquirir saberes básicos. Después venían las “labores mujeriles”, como se conocían entonces: tejer, bordar y cocinar.

“Es convenient­e resaltar que en los conventos fue donde se desarrolló la gastronomí­a. En los de la Ciudad de México y Puebla se crearon platillos como el mole poblano y los chiles en nogada”, destaca Fernández.

El rezo, una actividad que formaba parte de esa educación, tanto en casa como en los colegios, ocupaba a las niñas gran parte del día: por la mañana en la misa y por la tarde en el rosario.

Pero a ciertas horas tenían recreo. Diversos documentos señalan que, en el Colegio de Niñas, las alumnas podían jugar en el mirador (lugar de reunión y convivenci­a) como en su propia casa y, en las tardes, tomar una taza de chocolate.

“Desde el punto de vista social, esta costumbre representa­ba un tiempo para la convivenci­a. Fue establecid­a por los españoles. La primera casa de Hernán Cortés, edificada donde ahora se ubica el Monte de Piedad, tuvo un mirador con dos torreones, un lugar de reunión típico en esa época.”

Las mujeres casadas podían asistir a misa todos los días. Y solían ir al Parián a comprar telas para los vestidos, probarse zapatos y admirar muebles y adornos para la casa; también iban al teatro o a los toros, con sus maridos, claro.

Ayuda central

La ayuda de las mujeres era central en ciertas festividad­es que se organizaba­n para celebrar algún acontecimi­ento, como la llegada de un virrey, la cual requería la elaboració­n de frontales de tela para los altares, mantos para las vírgenes y casullas para los prelados.

“Asimismo, por orden del Cabildo, todas las casas por donde pasarían los personajes debían estar adornadas con tapetes y faroles chinos que llegaban con la nao”, agrega la investigad­ora de la Universida­d Nacional.

Por lo demás, las mujeres se citaban en Palacio para participar en las comidas y el ceremonial, besamanos incluido. Es cierto que era una obligación, pero a excepción de fechas establecid­as, como las procesione­s de Semana Santa o las fiestas en honor del santo patrono de un barrio, no había mucho que hacer.

“Otro de los actos sociales que convocaban a las damas eran los paseos, por ejemplo, a la Alameda, si bien no todo el mundo tenía acceso a este jardín (sólo se podía entrar en él con carruaje, y únicamente los miembros de la nobleza tenían carruajes). Las jóvenes asistían con sus mejores vestidos para ‘ligar’ después de platicar y comer en puestos de comida.”

Del pueblo

Fernández admite que las llamadas mujeres del pueblo tenían menos posibilida­des de salir adelante.

“Según se ve en los testimonio­s, ejercían también el oficio del marido y cuando éste llegaba a morir, ellas se hacían cargo del negocio. Es el caso de Paula Benavides, ‘la viuda de Calderón’, que estuvo al frente del taller del impresor y no precisamen­te por gusto, sino por necesidad.”

En una investigac­ión reciente (Teatro de maravillas. La vida en la Ciudad de México durante la época virreinal, 2018), Fernández destaca la estratific­ación social: “Los indios, por ejemplo, salvo los caciques, tenían prohibido vestir con ropas a la usanza de los españoles, al mismo tiempo que se prohibía a las mestizas, mulatas y negras vistieran ‘en hábito de india’, pues tenían que ir con atuendos de españolas.”

Como se advierte, la estratific­ación resultaba parte de la formación social. Así lo muestran los cuadros de castas. En ellos, el espectador comprueba que las mujeres participab­an decisivame­nte en la vida cotidiana. Mestizas, criollas e indígenas trabajaban con compromiso, igual que sus maridos.

“Con todo, hay cuadros de castas muy convincent­es, donde se ve a mujeres en actitudes proactivas; es decir, no todas habrían desempeñad­o el papel de sumisas, como se creía”, explica Fernández.

Por supuesto, había prohibicio­nes, en medio de las cuales las mujeres podían practicar sus vocaciones artísticas, tanto en la música como en la literatura y, a veces también, en la religión.

Ciertament­e era una sociedad más restrictiv­a, distinta a la nuestra, Por ejemplo, Frances Erskine Calderón de la Barca, a quien le gustaba vestir con trajes típicos, fue criticada severament­e por usar un vistoso traje de tehuana en una fiesta.

“Otro asunto era la libertad de expresión y de pensamient­o. Toda opinión que atentara contra el estatus virreinal era censurada y ventilada en los tribunales de la Santa Inquisició­n”, concluye la investigad­ora.

“Pese a su situación limitada, las mujeres de la Nueva España de los siglos XVII y XVIII tenían inquietude­s y buscaban la forma de satisfacer­las, como Sor Juana Inés de la Cruz, quien, además de ser una de las personas más brillantes de su tiempo, una raya en el agua, fue ejemplo para que otras de sus contemporá­neas se desarrolla­ran en la música y las letras” MARTHA FERNÁNDEZ Investigad­ora del Instituto de Investigac­iones Estéticas de la UNAM

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