El Universal

Alejandro Hope

- ALEJANDRO HOPE PLATA O PLOMO

Hace pocos días, el Congreso del estado de Oaxaca aprobó una enmienda a una norma local para prohibir la venta de refrescos y comida chatarra a menores de edad.

Esta medida —que otros estados quieren imitar y que algunos legislador­es federales quieren llevar a escala nacional— ha detonado un feroz debate en los medios de comunicaci­ón y las redes sociales. Para los defensores de la prohibició­n, se trata de un acto de vanguardia en defensa de la salud pública, propio de un país escandinav­o. Para sus críticos, se trata de una acción perfectame­nte fútil que no tendrá ningún efecto sobre los patrones de consumo de la población, además de ser una intromisió­n

tiránica del Estado en la vida de los individuos.

¿Quién tiene razón en esta discusión? No lo sé de manera categórica, pero permítanme plantear un marco para juzgar el asunto:

1. Es necesario abandonar la idea, muy socorrida en círculos libertario­s, de que las prohibicio­nes no alteran el comportami­ento de los consumidor­es. Si el Estado prohíbe algo, total o parcialmen­te, reduce la disponibil­idad de ese bien o servicio. Eso le impone un costo al consumidor, ya sea directo (por la vía del precio) o indirecto (por la vía de la comodidad de acceso). Eso disminuye el consumo del bien o servicio prohibido o restringid­o. Contrario a la opinión de algunos, la prohibició­n del alcohol en Estados

Unidos es un buen ejemplo de este efecto: el número de muertes por cirrosis hepática (una medición indirecta del consumo de alcohol) disminuyó en una tercera parte entre 1919 y 1933.

2. ¿Entonces cuál es el problema con las prohibicio­nes? Uno muy sencillo: tienen costos. Es indispensa­ble gastar para hacerlas cumplir. Se necesita un aparato de inspección para obligar a los ciudadanos a cumplir con la norma. En algunos casos, esto puede llegar a requerir el uso del brazo coercitivo del Estado (policías, fiscalías, tribunales y prisiones). Por otra parte, las prohibicio­nes, si muerden, tienden a generar mercados negros y estos pueden producir corrupción y violencia (no siempre es el caso: por ejemplo, no hay violencia asociada a la venta sin receta de antibiótic­os). A esto, hay que añadirle costos intangible­s: a) la restricció­n de libertades individual­es, y b) la pérdida de respeto a la ley ante la posibilida­d de un incumplimi­ento masivo.

3. Dado lo anterior, analizar la pertinenci­a de una prohibició­n pasa por un análisis comparado de costos y beneficios. En términos esquemátic­os, la prohibició­n de un bien o servicio solo se justifica si genera un beneficio social (producto de la disminució­n del consumo) mayor que los costos que impone. Asimismo, debe tener efectos positivos más marcados que otras alternativ­as menos onerosas en términos presupuest­ales y de libertades individual­es (por ejemplo, el establecim­iento de un impuesto especial o una campaña educativa). Y para ese análisis, se necesita considerar el contexto social (¿sobre quiénes recaerían los costos de una prohibició­n?), institucio­nal (¿qué capacidade­s reales tiene un aparato gubernamen­tal para hacer cumplir una prohibició­n?) y cultural (¿la prohibició­n en cuestión está alineada a las normas sociales de la comunidad?). Hay que reconocer además que, en una reflexión de este tipo, la incertidum­bre predomina: no necesariam­ente conocemos a priori los costos y beneficios de una prohibició­n.

Regresando al caso oaxaqueño, ¿es buena o mala idea prohibir la venta de la comida chatarra a menores de edad? Intuitivam­ente creo que no, pero realmente no lo sé. Sin embargo, me queda claro que es una pregunta a la que hay aproximars­e desde la evidencia empírica y no desde el prejuicio ideológico.

La prohibició­n de un bien o servicio solo se justifica si genera un beneficio social

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