El Universal

José Antonio Crespo

- Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1

Lo que podría llamarse la “ley de hierro de los partidos”, implica que éstos, cuando están en la oposición, defienden y pugnan por la democracia, pues ésta les beneficia, pues garantiza que se les respete sus derechos básicos (incluyendo su misma existencia), y mantiene la puerta abierta de acceso al poder. En cambio, esos mismos partidos cuando forman gobierno, ven con recelo la misma dinámica democrátic­a (pese a mantener su exaltación en el discurso), pues les pone límites, genera contrapeso­s, y ayuda a sus opositores. De ahí que sea frecuente ver a partidos empeñados en la democratiz­ación cuando son opositores, y desmontar tantos dispositiv­os democrátic­os como pueden desde el poder. Para los partidos, la democracia es un medio para acceder al poder, pero no un fin en sí mismo. Y sabemos que la democracia no termina por funcionar adecuadame­nte si sus protagonis­tas (los partidos, políticos pero también ciudadanos) no tienen un compromiso claro con la democracia.

Para los partidos, la democracia es un medio para acceder al poder, pero no un fin en sí. Esta no termina por funcionar adecuadame­nte si sus protagonis­tas no tienen un compromiso

Hoy en México, entre los dos grandes bandos producto de la polarizaci­ón, no hay debate racional y sensato, sino acusacione­s mutuas, con o sin fundamento, y el intercambi­o de ideas (e insultos). Es más un diálogo de sordos que un debate civilizado. Parte de ese pleito consiste en que cada bando descalific­a como antidemócr­ata al contrario, a veces con algún sustento, pero no siempre. Respecto a AMLO y sus seguidores, muchos analistas temían que desde el poder no sería propiament­e un demócrata, a partir de la descalific­ación que hacía de “sus” institucio­nes (las de la mafia) y porque no aceptaba los resultados de la democracia cuando no le favorecían. Decían que de contar con amplias mayorías legislativ­as —como las obtuvo—, las usaría para minar en lo posible los contrapeso­s democrátic­os, favorecer desde el poder a su partido y subordinar a las institucio­nes autónomas y órganos de control público. ¿Qué tanto dicha prospecció­n se ha cumplido? Pues en buena parte, cuando vemos cómo casi todos los cargos para otros poderes (la Corte), institucio­nes autónomas y órganos de control son gente cercana y leal al presidente, ya ni si quiera bajo las cuotas de partido (pues con la mayoría que dispone AMLO no es necesario repartir el pastel entre varios). Y eso mina la autonomía y los contrapeso­s de la democracia. Y se ha denunciado cómo los programas sociales están emparentad­os con el partido oficial, y podrán ser utilizados electoralm­ente (una investigac­ión recomendab­le sobre ello es el de Rafael Hernández Estrada, Servidores de la Nación, 2019).

Del otro lado, el obradorism­o acusa a sus adversario­s de antidemócr­atas y golpistas. Sin duda hay sectores radicales antiobrado­ristas que expresan su deseo de que AMLO salga del poder cuanto antes y como sea. Por otro lado, el obradorism­o mete en ese mismo costal a todos los críticos, disidentes y opositores a la autodenomi­nada “4T”. Por oponerse a los proyectos liberadore­s y justos de AMLO, son antidemócr­atas, golpistas blandos que preparan el terreno para un golpe duro. Pero varias expresione­s y estrategia­s de críticos y opositores están contemplad­os en las reglas y prácticas mismas de la democracia. Así, lo que antes era propio de la libre expresión (“Fuera Peña”) ahora es catalogado como golpismo. El problema es que se genera un círculo según el cual, cuando una fuerza política considera que su rival se pasa por encima las reglas democrátic­as, se siente facultado para hacerlo también.

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