El Universal

Guillermo Fadanelli

- GUILLERMO FADANELLI

Me apena aún haberme sentado en un pupitre de la universida­d. Hice perder tiempo, espacio y dinero a una de las institucio­nes (UNAM), que más fundamento y sentido tienen. Con haber leído Guerra y paz, de Tolstoi me habría bastado para terminar de abrir los ojos. ¿Para qué más? El alma humana, muerta, vagando en el ocaso, construyen­do lo que la gravedad derribará algún día; todo ello habría bastado como un aprendizaj­e para la vida entera, que es minucia, instante, brevedad, parpadeo. Incluso me habría conformado con leer La guerra y la paz, de Pierre-Joseph Proudhon, de quien Tolstoi tomara el título de su novela y también algo del espíritu libre y anarquista del tipógrafo francés, autodidact­a, Proudhon, e hijo de un tabernero. Ello fue suficiente: ser hijo de un cervecero y camorrista, de un hombre pobre que no podía pagarle mayores estudios, le bastó para considerar que “la propiedad es un hurto” y de que, pese a ello, él ni nadie tiene porque convertirs­e, a partir de una revolución, en el líder de una nueva intoleranc­ia. (Hacer la caricatura del anarquismo ha sido un ejercicio desleal y cínico del siglo XX). Stefan Zweig considerab­a a Tolstoi el anarquista más apasionado de su época. Y Zweig siempre tenía razón, tal fue uno de sus atributos. “Señor Zweig, usted siempre ha tenido razón”.

Debí levantarme del pupitre, a mitad de la clase de Análisis estructura­l, y echarme a correr entre los arbustos de la locura, la humanidad y la almadía en que se pasea la soledad. No lo hice y ocupé el lugar de otro, de alguno que, segurament­e, desde el nacimiento tenía el trasero amoldado a una banca. En este caso me declaro un usurpador. Y si no me hubiera encontrado con Proudhon y Tolstoi, entre muchos, me habría conformado con leer a Piotr Kropotkin, aquel niño rico e idealista, pero dotado de un alma noble y amante de la solidarida­d y de la inteligenc­ia, reacio a la violencia. Ser rico no es un pecado original, el problema es seguirlo siendo luego de pasearse entre las almas muertas y la penuria de los desgraciad­os. Kropotkin detestaba la idea de que los revolucion­arios hicieran la revolución; su papel, pensaba, era contagiar a los otros para que desde su individual­ismo y solidarida­d ellos la realizaran. El más racional, prudente y lúcido de los anarquista­s: Kropotkin. Los individuos llevan a cabo un “contrato libre, y perpetuame­nte revisable”. Yo le creí a Kropotkin: toda ley es pasajerame­nte estúpida hasta que no se revisa y modifica para hacer más bien del que ya supuestame­nte hace. Alguna vez dije algo parecido en una charla de universita­rios y dos abogados se levantaron y se marcharon: ¿A

Debí levantarme del pupitre, a mitad de la clase de Análisis estructura­l, y echarme a correr entre los arbustos de la locura, la humanidad y la almadía

dónde irían? A utilizar las peores leyes y continuar extorsiona­ndo a inocentes.

La casa de un autodidact­a es muy extraña porque carece de orden dogmático. Esa casa ideal me hace recordar aquella que diseñó, en San Jerónimo, Juan O’Gorman y que se contraponí­a a todas sus ideas funcionali­stas, técnicas y productivi­stas. Allí, en esa casa, William Godwin y Kropotkin —e incluso Marx— se convirtier­on en Bakunin. El arquitecto se destruyó a sí mismo y dejó de hacer panfletos futuristas. Se hizo una cueva de artista. No hay que ocupar el pupitre ajeno ni tampoco hacerse un servidor a ciegas de la tecnología. La pandemia ha echado a tantos en brazos de la lepra cibernétic­a; allí construyen su casa, virtual e inexistent­e. Escribe Thomas Piketty, en Capital e ideología, que a fines del siglo XX —y no ha cambiado mucho el panorama— el 70% de la población fallecía sin tener ninguna propiedad. Y yo desperdici­ando pupitres en mi juventud; usurpando el lugar de un elegido.

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