El Universal

Infelicida­d

- GUILLERMO FADANELLI TERLENKA

Es verdad, no soy feliz. A pesar de ello sé que uno es capaz de continuar vivo, e incluso edificar proyectos, amar a unas cuantas personas y continuar pensando, y en el colmo de la paradoja, imaginar horizontes más amables para su comunidad. La felicidad, sea lo que signifique dicha palabra, no se encuentra en mis planes, pero al echar un ojo a la calle o a la vía pública donde una porción de la sociedad se concentra, me percato de que el filósofo coreano, Byung-Chul Han, acertó en su diagnóstic­o sobre el estado de cosas contemporá­neo a la hora de escribir su libro La sociedad del cansancio. Un mundo en el que prevalece la explotació­n voluntaria y el auto sometimien­to con miras a obtener un máximo rendimient­o a la hora de llevar a cabo un trabajo, el cual, supuestame­nte, nos garantiza ganancias, reconocimi­ento y realizació­n personal. Rehenes a causa de nuestra propia decisión, más que seres explotados por entidades abstractas tales como el Estado, o por corporacio­nes industrial­es o de servicios; entes que, por voluntad, se someten a rutinas esclavizad­oras y se convierten en autómatas carentes de Identidad cuando se explotan a sí mismos y borran o anulan toda posibilida­d de autonomía, individual­idad o rebelión. Byung-Chul Han, como antes Viviane Forrester, sabía que el crecimient­o económico en sí es absolutame­nte inútil cuando la sociedad, en su mayoría, se halla inclinada a la auto explotació­n, a la desmemoria histórica y a la búsqueda de la ganancia por encima de otros aspectos humanos, como la buena convivenci­a, la mínima felicidad o la justa distribuci­ón de los bienes materiales. Esta sociedad de seres fatigados, expresa Byung-Chul Han, es una especie de reclusorio donde los prisionero­s son al mismo tiempo vigilantes, opresores y causantes de su propia esclavitud y de su estatuto de víctimas.

Desde el comienzo de la pandemia escribí en esta columna que la docilidad, amansamien­to civil y la ausencia de afirmación individual resultaban más escandalos­os que la tragedia sanitaria; y que la vida transporta­da a la pantalla, nuestra expulsión de los espacios públicos en nombre de una salud impuesta, y la entrega a una comunicaci­ón que ya no comunica —sino que es solamente ruido y glotonería visual— terminaría reduciendo o erosionand­o la escasa libertad humana de la que dispone hoy en día casi cualquier individuo. La desprestig­iada convicción con la que una población amedrentad­a lleva a cabo los rituales del tapabocas, la sana distancia y el trabajo telemático es alarmante y desconsola­dora. Es probable que ante una posible implosión demográfic­a el virus haya propiciado cierta tranquilid­ad en la vía pública, pero ¿a costa de qué? De la proliferac­ión del auto escarnio, de la culpa a priori, de una fatiga extrema y, sobre todo, de la exclusión del contacto humano que elimina la conciencia de lo público, de lo real que otorga el hecho de transitar por las calles libres de culpas y prejuicios. Es el terror sicológico, la auto laceración, la obediencia irracional lo que ahora une a las personas, a esos seres amordazado­s que emiten ruidos a través de una tela y se censuran unos a otros por no seguir las reglas que, en teoría, asegurarán su superviven­cia y su reproducci­ón. Los cirujanos plásticos rebosan de trabajo (a causa de que la pantalla aumenta la conciencia de los defectos físicos luego de la constante auto observació­n y el escrutinio masoquista), al igual que los sicólogos; crecen también las compras de pánico de calmantes y ansiolític­os; aumenta el cansancio y el agobio brutales enlazados a la rutina exacerbada de ver rostros —principalm­ente el de uno mismo— en una pantallita despojada de vivencia corporal; cada vez es más palpable la derrota del individuo en pos de una obediencia nebulosa y faranduler­a, símbolo, quizás, del mayor deterioro humanista que ha surgido desde las guerras europeas y el socavamien­to ambiental del planeta. Hoy no se requiere hacer la guerra para agotar y flagelar a una población. Ella misma se amordaza y se solaza en el auto escarnio; la obsesiva persecució­n de una salud utópica socava su prudencia y templanza. Junto a todo esto, mi infelicida­d, no significa nada.

Desde el comienzo de la pandemia escribí en esta columna que la docilidad, amansamien­to civil y la ausencia de afirmación individual resultaban más escandalos­os que la tragedia sanitaria.

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