Un centenario en el olvido
Aquel lunes (20 de junio de 1921), los lectores de EL UNIVERSAL hallaron, en la primera plana la siguiente noticia: “Ayer murió el culto poeta Ramón López Velarde”.
La versión más admitida es que el poeta había enfermado de bronconeumonía al caminar del Teatro Lírico hasta su casa en la colonia Roma, mientras hablaba con un amigo acerca de la obra de Montaigne.
EL UNIVERSAL reseñó sus últimos momentos: “Fueron muy tristes, patéticos”, escribió un anónimo redactor. López Velarde le había preguntado al sacerdote que lo asistía “si no haría mal en solicitar que su cuerpo fuera incinerado”. El cura le dijo que esto le causaría a su madre una honda pena. El poeta pidió entonces ser sepultado en el Panteón Francés.
Se lee en EL UNIVERSAL que a López Velarde lo acompañaban sus amigos Rafael López, Enrique Fernández Ledesma, Alfonso Cravioto y Jesús González. A este último le confesó que “temía que lo fueran a enterrar con vida y sentir las mordidas de los gusanos”.
Comenzaron los ataques de asfixia. Todavía el sábado 18, los médicos creían que iban a lograr salvar su vida. Ahora, para ahorrarle sufrimiento, decidieron aplicarle una inyección “y quedó tranquilo hasta el momento de su muerte”.
Uno de sus amigos, Djed Bórquez (el diputado Juan de Dios Bojórquez), relató que se dirigió a darle la noticia al presidente Obregón. “Ha muerto un gran poeta”, le dijo, y le recitó algunos versos. Obregón ignoraba quién era López Velarde.
José Emilio Pacheco ha escrito que en aquellos días incluso López Velarde ignoraba quién era López Velarde, o al menos no imaginaba que iba a convertirse en el monstruo literario en que se convirtió a lo largo del siglo siguiente.
Bórquez cuenta que Obregón ordenó que se hiciera un entierro suntuoso, y que corriera a cargo de la Universidad.
José Luis Martínez relata que desde 1921, año con año se repitieron los homenajes, los estudios, las ediciones.
Hubo grandes homenajes por los 25, los 30, los 50 años de la muerte del poeta.
En esta última conmemoración, la de 1971, el país vivió un frenesí lopezvelardiano que opacó otras fechas cruciales para la poesía mexicana: los centenarios de José Juan Tablada y Enrique González Martínez. Pacheco relata en uno de los ensayos agrupados en “La lumbre inmóvil” que se hizo tal alharaca que “los mismos que siempre nos quejamos del desprecio que se tiene a los poetas ahora vimos mal que el gobierno homenajeara a López Velarde y por momentos se pretendiera convertirlo póstumamente en algo así como el bardo del régimen”.
En 1988, en el centenario del nacimiento del poeta jerezano, hubo un nuevo crepitar de investigaciones, ensayos, biografías. Las huellas de su vida, de sus trabajos, de sus amoríos, volvieron a ser noticia y López Velarde dejó de ser leído por las minorías “para ser también un poco de todos”.
Está por cumplirse un siglo de aquella noche en la que el poeta tuvo miedo de ser comido por los gusanos. Hay incontables esfuerzos individuales –de escritores, poetas, investigadores y ensayistas–, así como de universidades –la UNAM, la UZ–, museos y gobiernos estatales, que pretenden celebrar, poner a circular, discutir la obra del gran poeta jerezano.
Pero a diferencia de otras fechas, el silencio oficial alrededor del centenario es tan estruendoso como lo fue el ruido de 1971 y 1988.
Nada que sorprenda en un gobierno que desprecia la cultura y se halla guiado y marcado por la ignorancia y los caprichos de unos cuantos. Nada que sorprenda en un gobierno que concentra la comunicación de todo en una sola persona.
Al final será otra oportunidad perdida para aproximar a las nuevas generaciones al poeta en gran parte desconocido que hace un siglo, con unos cuantos versos “incomprensibles”, algunos publicados y otros más reunidos póstumamente por sus amigos, cambió de golpe el curso de nuestra poesía.
Está por cumplirse un siglo de aquella noche en la que López Velarde tuvo miedo de ser comido por los gusanos